El tema de la pena de muerte es quizás, uno de los más difíciles que me ha tocado enfrentar en mi carrera como reportero.
Todos, absolutamente todos, tenemos una opinión sobre este asunto que la verdad, creo que muy pocos logran entender en su verdadera dimensión.
Las discusiones sobre la viabilidad o no de la pena de muerte siempre se encienden cuando un mexicano está a un paso de ser abatido por las leyes de un país al que llegó buscando el llamado “sueño americano”… lo que sea que eso quiera decir.
Ahora el centro de la discusión de llama José Ernesto Medellín, originario de Nuevo Laredo y quien fue llevado por sus padres a la ciudad de Houston, Texas, donde se convirtió en pandillero y violó y asesinó a dos jóvenes adolescentes.
Durante las últimas semanas he escuchado y leído todo tipo de opiniones respecto a la ejecución de este joven quien hoy espera la muerte en la prisión de Hunstville, Texas.
“Ojalá se pudra en el infierno”, “se lo merecía”, “maten al bastardo”, son algunas de las palabras que he escuchado y leído cuando se comenta este caso.
La verdad es –tengo que decirlo- que quienes dicen esto tienen razón. ¿Cómo negarlo? Medellín participó en dos de los crímenes más horrendos que se pueden cometer contra cualquier ser humano… y no lo hizo solo, era parte de un grupo quienes enloquecidos por la droga y el alcohol, hicieron lo que quisieron con esas niñas.
Yo soy padre de familia, tengo una hija de un año y medio que es mi corazón y realmente no sé lo que haría si alguien intentara siquiera tocarle con mala intención uno de sus hermosos rizos.
Entones ¿qué se puede esperar que pidan los padres de estas dos jóvenes quienes perdieron la vida sólo por ser mujeres?
Sin embargo existe el otro lado de esta moneda. Los padres, abuelos, hermanos, esposas e hijos de quienes están esperando morir por inyección letal.
Estas personas quienes sufren diariamente con la incertidumbre de no saber cuándo su ser querido será ejecutado.
Porque tienen que saber, que todas las personas que se encuentran esperando la pena de muerte llevan presos mínimo, 10 años, en un centro penitenciario de alta seguridad donde las condiciones de vida son horribles.
De acuerdo a los reglamentos de la prisión Allan B. Polunsky (donde se encuentran los condenados a muerte), todo contacto físico está prohibido, esto quiere decir que cada uno de los internos tiene, por lo menos, 10 años que no siente físicamente a otra persona.
Además, cada uno de estos criminales (por que lo son, no están encerrados por ser monaguillos), permanecen dentro de sus celdas 22 horas al día y cuando se les permite salir a “pasear” lo hacen solos, en una sección de 6 metros cuadrados, aproximadamente.
Quien visita a uno de estos reos, sólo puede platicar con él por medio de un teléfono y con un grueso vidrio blindado entre ellos.
Todos los que están viviendo (si a esto se le puede llamar vida) esta situación, dicen que el encierro es un infierno e incluso muchos piden una fecha para saber cuándo van a morir.
Aquí es donde yo me pregunto ¿qué es peor? ¿Permanecer encerrado en un diminuto cuarto, sin poder tener contacto con ninguna persona (incluyendo los guardias de la prisión) sabiendo que nunca más podrán darle un beso o un abrazo a sus madres o a sus hijos, o morir dormido, por medio de una inyección?.
¿La muerte de José Ernesto le va a devolver la vida a las dos jóvenes que mató? ¿Su ejecución le va a dar paz a los padres de estas muchachas?
Por otro lado ¿los asesinos y violadores merecen vivir? ¿Acaso existe alguien quien, teniendo la oportunidad, no le haría lo mismo a quizás algo peor a quien daña o hiere a un ser querido? ¿hasta dónde llega el perdón?
Estas son preguntas que hace tiempo decidí dejar de intentar contestarme, pues el dolor de un padre cuya hija fue asesinada es el mismo de una madre o una abuela quienes a diario rezan pidiendo por la vida de su ser querido.
En serio, no creo que alguno de estos dos dolores sea mayor o menor.
Discussion about this post