Si Medellín hubiera permanecido en México lo más probable es que, hoy, encabezaría fuertes batallas contra la delincuencia organizada. Siempre soñó con ser militar.
Pero no; el ‘sueño americano’ violentó su vida y lo tiene al borde de la muerte.
A ésta hora, con apenas 33 años, desde la frialdad de una celda texana e inmerso en un profundo silencio, José Ernesto Medellín espera el final.
Salvo que ocurra un milagro, este hombre morirá el martes 5 de agosto por inyección letal, acusado de violar y asesinar a dos adolescentes en 1993. Ocurrió en Houston.
¿Qué pasa por la mente de un hombre que está a punto ir a la sala de la muerte?
¿Qué imágenes vienen al recuerdo en estos minutos cuando está más sólo que nunca?
Seguramente se ve a sí mismo, a los 9 años, despidiéndose de doña Eleuteria, su abuela con quien creció y a quien siempre vio como una madre. Se ve dejando atrás Nuevo Laredo, Tamaulipas, su ciudad, y aquéllos sus primeros amigos con quienes soñó algún día compartir las filas castrenses.
En su última noche muy probablemente no dormirá y la oscuridad de la noche será, para él, más oscura que nunca; tal vez, mucho más que aquella del 24 de octubre de 1993. Fecha fatal.
A pesar de su ‘status’ de ilegal, Medellín había llegado hasta la preparatoria; pero nadie sabe si su rebeldía natural, la hostilidad del medio ó la combinación de ambos lo llevaron a conformar su propia pandilla: los bautizó como los ‘Black and White’.
Mientras afuera, lejos de ahí, su ejecución se convierte en un fuerte debate internacional, en la intimidad de su celda la escena del crimen se repetirá una y otra vez en su memoria:
Jennifer Ertman, de 14 años, y Elizabeth Peña, de 16 regresaban a su casa y a la altura del Jester Park se encontraron con Medellín (entonces de 18 años) y cinco de los miembros de su pandilla, entre ellos, su hermano Venancio de 14.
Atrofiada la mente por el alcohol y la droga, el grupo aquél atacó a los dos jovencitas sometiéndolas a violencia física y sexual.
Según su propio testimonio la violación sexual fue tumultuaria y calculan haberlas mantenido ahí durante poco menos de una hora.
En esta su última noche, Medellín seguramente volverá a escuchar los gritos de dolor y desesperación de sus víctimas.
Verá a sus amigos golpeándolas y pateándolas, como él mismo lo describió después ante la policía, hasta quebrar a una de ellas sus costillas.
En sus últimas horas, mientras vienen a su mente los instantes en que apretó aquéllos cinturones hasta asfixiarlas, quizá le reconforte recordar que cuando enfrente a la muerte, aun por un presunto acto de justicia, su fin será menos violento.
Transcurrirán las horas y al amanecer del martes, Medellín portará por última vez el uniforme en manta blanca con las iniciales D.R. (Death Row) que ha tenido que utilizar durante los últimos años; para ser precisos, desde 1994 cuando escuchó por vez primera su sentencia.
No podrá olvidar que, Sean O’ Brien, uno de sus amigos que le acompañaron aquélla noche fatal fue el primero en recibir la inyección letal el 11 de julio de 2006.
Pensará en su hermano, Venancio, único de la pandilla que no fue sentenciado a muerte, pues sólo participó en la violación sexual de las chicas y ahora, lejos de ahí cumple una condena de 40 años de cárcel.
En el más profundo de los silencios seguramente retumbarán sus oídos cuando recuerde que la policía de Houston evaluó su crimen como ‘uno de los más salvajes de todos los tiempos’.
¿Llorará? No sé. A pesar de los años en prisión quienes le conocen lo siguen describiendo como un hombre rudo y no hace mucho tiempo confesó a medios de comunicación nacional que ‘no me gustaría que el gobierno americano viera que me quiebro’.
¿Se arrepentirá? Tal vez. Sólo el lo sabe. Cuando le preguntó una reportera sobre ese sentimiento evadió la pregunta y sólo atinó a apuntar: ‘de eso no me gusta hablar’.
Horas después, cuando inicie el camino hacia la cápsula de la muerte pensará en todo y nada.
Se aferrará quizá al último destello de esperanza que detenga la mano ejecutora o tal vez, tocado por Dios, haga valer lo que dijo en mayo anterior a la reportera María Luisa Medellín:
“Y si llega la muerte… no sé, tal vez para mí sería encontrar un mejor lugar y comenzar de nuevo”.
Actualmente, por lo menos 14 mexicanos más están en la víspera de ser ejecutados y hoy la polémica internacional se centra en 50 casos adicionales de otros tantos conacionales a quienes, lo mismo que a Medellín, se les violentaron sus derechos consulares.
Pero la verdad, estas muertes no pueden atribuirse exclusivamente al gobierno gringo. Es hora de revisar otros factores como la falta de oportunidades que lleva a los paisanos a arriesgar la vida en el río y en los pabellones de la muerte.
Es probable que Federación y Estado, lo mismo que las organizaciones de Derechos Humanos no puedan hacer mucho para detener el brazo ejecutor pero si de verdad aman a su gente enfoquen su inteligencia y labor para erradicar la desigualdad en su propia casa.
Es una buena forma de empezar a defender la vida.
Entendámoslo así: si Medellín no se hubiera ido de México…
EL FINAL
Manuel Cavazos Lerma y el reto de ‘des-guanajuatizar’ Guanajuato.
Discussion about this post