En agosto de 1981 tomé un autobús hacia Monterrey, porque quería estudiar ciencias de la comunicación y un día convertirme en periodista. La prensa escrita me llamaba la atención; en la casa de Matamoros, Tamaulipas, todos los días se leía el periódico, y en las noches me dormía viendo los noticieros.
Un día, estudiando el segundo año de preparatoria, tuve la oportunidad de entrar a una cabina de Radio Nuevo León ubicada en el Edificio Latino, junto a la Macroplaza. Mi hermano mayor cursaba su carrera en la Facultad de Ciencias Químicas en la UANL, y una compañera de departamento era locutora.
Como muchos jóvenes, atravesé una crisis vocacional antes de tomar la decisión más importante en esos años de bachillerato: dejar de soñar con ser arquitecto y optar por el periodismo que era mi segunda opción, mi plan B.
De origen humilde, aunque en la casa de Torreón, Coahuila, nunca faltaron huevos, frijoles y tortillas -en Navidad era un lujo la cena de mole con pollo-, recuerdo haberme detenido a ver unos minutos un partido del Mundial de México 70 en un televisor blanco y negro de unos vecinos.
Apenas iba a cumplir los siete años y en ese tiempo una casa con televisión era un verdadero lujo.
La afortunada familia tenía un negocio de venta de petróleo en una cochera, algo impensable en nuestros tiempos por el alto riesgo de una explosión.
Nosotros éramos cinco hermanos, cuatro hombres y una mujer, pero en edad de andar de casa en casa el clan lo formábamos César, Nora y Héctor Hugo.
Los vecinos privilegiados, además, tenían un tocadiscos y nuestros amigos -uno de ellos de mi edad, de nombre Óscar-, nos invitaban a escuchar los cuentos de Peter Pan, Los Tres Cochinitos y Blanca Nieves en acetatos de 33 revoluciones. Y echábamos a volar nuestra imaginación.
Seguramente la venta de combustible era un gran negocio, aun con el riesgo de que una colilla de cigarro desapareciera toda la cuadra. Eran otros tiempos y no existía la cultura de la protección civil.
Ese partido del Mundial del 70 siempre ha estado archivado en mi memoria, y me acompañó hasta Matamoros cuando cambiamos de ciudad. Después vino Alemania 74 con el anuncio de Banca Serfín y el águila que se enroscaba. Con la inconfundible voz de un actor de época.
Cuando llegó Argentina 78 empecé la preparatoria, y en España 82 había terminado mis primeros dos semestres en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL).
Si quería ser periodista tendría que cursar la universidad. Nunca me imaginé ser autodidacta e ir a tocar las puertas de El Bravo o La Opinión de Matamoros presumiendo cultura general, ser un buen lector y tener excelente ortografía.
La UANL me permitiría recuperar la confianza de mis padres que, literalmente “no daban un peso partido a la mitad por mi”, luego de una adolescencia de claroscuros. Mi mamá Angelita me decía que era “un foco fundido”, al referirse a mi transición de la primaria como brillante estudiante, a la preparatoria de inquieto y bajas calificaciones.
A la mitad de la carrera escogí periodismo entre otras dos especialidades en el turno vespertino-nocturno. Era 1983 y en tres años México sería sede por segunda vez de un Mundial de Futbol; la FIFA había quitado el campeonato a una violenta Colombia por la ofensiva del narcotráfico contra el gobierno.
En clases me propuse absorber las enseñanzas de los maestros, aprendiendo los géneros periodísticos, y ponerlos en práctica como la noticia, la entrevista y la crónica, éste último elemental para redactar los incidentes de un partido de futbol, que era uno de mis primeros sueños a alcanzar.
Pero no fue deportes mi primera encomienda cuando el 17 de septiembre debuté como reportero de planta en el periódico El Porvenir de Monterrey, pues entré al staff de reporteros de cultura y espectáculos. Era la única planta que estaba disponible y la acepté con muchas dudas. El primer paso estaba dado: tenía metidos los dos pies dentro de un medio de comunicación y el resto de la historia dependería sólo de mí.
En el primer trimestre de 1986 se empezó a planear la cobertura que El Porvenir haría en México 86 y levanté la mano. Con otros reporteros escribiríamos el lado cultural del campeonato en varias sedes. Me tocó Monterrey, Ciudad de México y Guadalajara.
Cuatro años más tarde cumplí uno de mis grandes sueños: ser enviado especial a un Mundial en otro punto del planeta: Italia 90, una extraordinaria experiencia en la cual participé desde proponer al dueño de Multimedios el proyecto editorial y comercial, con gran éxito en ambos rubros.
“¿Y por qué decidí escribir este editorial tan futbolero, remontándome a mi niñez, cuando en blanco y negro vi a jugadores pateando el balón?”, me pregunté frente a la computadora.
Seguramente porque el pasado 17 de septiembre cumplí 33 años de periodista. Bueno, y corrijo: primero fui un reportero inexperto que cometí errores que pudieron terminar abruptamente mi carrera… y 20 años después creí me merecía ya el título de periodista.
Un título que nadie me lo regaló, que lo obtuve gracias al esfuerzo de mis padres y la enseñanza de mis maestros universitarios. No como la Secretaría de Educación Pública que quiere congraciarse con youtubers, facebookeros, twitteros y guasaperos que falsamente se ostentan como periodistas y les permitirá tener una cédula profesional con un examen y probando cinco años, míseros cinco años, escribiendo en un blog o hablando ante un video y una cámara.
No se vale. Firma el rechazo en www.change.org en la propuesta: Que el gobierno mexicano NO entregue títulos de periodismo a gente incapaz.