En relación al apretón de “huihuis” con el ultimátum de 45 días que dio Donald Trump a Andrés Manuel López Obrador para frenar la migración centroamericana desde la frontera sur, vale la pena hacer un recuento de cómo a México cualquier extranjero entra ilegalmente como “Pedro por su casa”, mientras en otros países “Pedro no es bienvenido”.
No se trata de violar los derechos humanos de guatemaltecos, hondureños o salvadoreños en tránsito por México hacia Estados Unidos en caravanas de miles de personas, sino de aplicar las mínimas reglas para permitir o rechazar la entrada de extranjeros a un país ajeno. Y empiezo:
1.- Cuando un mexicano va de turista a cualquier nación de la Unión Europa (UE) no necesita visa para llegar a un aeropuerto de Londres, Madrid, Roma, Amsterdam o París, por citar algunas capitales, pero una vez que lo hace tiene que mostrar papelería como estados de cuenta bancarios, boleto de regreso, lugar de hospedaje y pasaporte.
Luego tiene que hacer fila para ser interrogado por un agente de migración en un espacio muy bien identificado con letreros que no es para “europeos”, sino para ciudadanos no nacidos dentro de la UE. Al llegar su turno el mexicano muestra su mejor cara y saca de una carpeta la papelería que llevó celosamente en el vuelo.
Para terminar, y luego de un interrogatorio que suele ser breve y en términos amables, el agente devuelve la papelería al turista mexicano y estampa la visa de entrada en una hoja del pasaporte vigente y donde quedará bien legible la fecha de su vigencia. Y ojo, es una visa de turista, no de trabajo.
De no cumplir con los requisitos el funcionario europeo tiene la opción de rechazar el ingreso al mexicano y ponerlo en el asiento de un avión de vuelta a casa. En casos más complicados, es arrestado para ser sometido a un interrogatorio sospechoso de algún delito grave: tráfico drogas, falsificación de documentos, tener antecedentes penales o estar en la lista negra de la Interpol.
2.- Cuando un mexicano quiere ir a vacacionar a las paradisiacas playas de Varadero o sentir que está en los años cincuenta caminando en las calles de La Habana Vieja, en Cuba, una agencia de viajes le dirá que no puede ingresar al país caribeño sin antes tener una visa de turista que no es gratis.
Cumplido el trámite el avión de su compañía preferida aterrizará en el aeropuerto internacional “José Martí” de la capital cubana donde parece que se detuvo el tiempo; y después el visitante extranjero se encaminará por los pasillos y llegará al área de migración para que su entrada sea autorizada o rechazada.
Igualmente el mexicano carga con el pasaporte vigente, el boleto de avión y otros documentos oficiales para demostrar que es él, no un impostor. Y pacientemente, sin mostrar enojo porque el aire acondicionado es insuficiente, llega a la ventanilla con el agente que le tocó que luce un pantalón azul y una camisa café.
Y las preguntas y exigencias de rigor son las mismas: “Pasaporte”, “visa”, “¿a qué viene”, “¿en qué trabaja”, “boleto de regreso”, “¿dónde se va a hospedar”, entre otras.
De cumplir con todas se escucha la frase esperada: “¡Bienvenido a Cuba!”. Pero si alguien se quiere pasar de listo hay dos opciones: la cárcel, o en el mejor de los casos irá de vuelta a México en el mismo avión en que llegó.
3.- Cuando un mexicano quiere ir a Río de Janeiro o Toronto es la misma historia: con el boleto de avión se tramita la visa para el país de la samba o de la miel de maple. Claro, ese estampado en el pasaporte cuesta dólares canadienses o reales brasileños, según el destino, pues no lo autorizan solo por tener cara bonita.
Una vez vez que el pajarote de acero aterriza es el mismo peregrinaje: leer los letreros para hacer fila en la zona de migración para visitantes extranjeros. Y se reza para que las vacaciones no se frustren en caso de no convencer al agente que revisa los papeles individuales o en familia, según sea el caso.
En México ¡no sucede eso! en la frontera sur con Guatemala. La política migratoria que hizo rabiar a Donald Trump, ha sido de bienvenidos los migrantes sin papeles con los brazos abiertos, el libre tránsito y no violar sus derechos humanos rumbo al país más poderoso del mundo, principal socio comercial de México.
Por eso el presidente de Estados Unidos se puso bien loco cuando vio que su contraparte mexicana, López Obrador, se hacía el occiso para no frenar la masiva migración, aunado a que sus albergues ya están hasta el tope con un gasto millonario en dólares que tenía que compartir. ¿Con quién?: con México.
La amenaza de aumentar las tarifas comerciales (aranceles) en un cinco por ciento a partir del lunes 10 de junio pasado, puso de rodillas al gabinete de López Obrador, porque Trump tiene toda la razón: México no hace nada y su política migratoria y de apapachar a los centroamericanos está rebasada, y contrasta con el resto del mundo.
Los 45 días que dio Estados Unidos como ultimátum a México están contando y los cambios migratorios deberán ser aprobados en el poder legislativo, donde MORENA no tendrá problemas con su aplastante mayoría, pero nadie le quitará a López Obrador y al canciller Marcelo Ebrard el dolor de “huihuis”.
Seguramente el gobierno de la 4T hará los cambios, exigidos obviamente por Trump, en las reglas migratorias para permitir o rechazar el ingreso de extranjeros y estar a tono con la Unión Europea, Cuba, Brasil y Canadá, porque México no aguantará otra embestida del presidente vecino que tiene absoluta razón, aunque duela aceptarlo.
Y no se trata de chairos o fifis. Es sentido común que México debe tener ya una frontera sur segura donde ingresen visados quienes cumplan con los requisitos, y sean rechazados quienes no.
No por seguirle el cuento a Trump, que está es su derecho de apretarnos los “huihuis” porque ya lo hartamos con tanta complacencia y por voltear a otro lado, menos donde está el problema migratorio, empezando con tener una frontera en Chiapas que merece blindaje… y ya no ser de papel.