Debe haber sido en 1973 cuando yo tenía once años de edad, al igual que Magda, mi amiga del colegio; con la diferencia de que yo era la mayor de mis hermanos y ella era “el pilón” de su familia y tenía una tanda de cinco hermanos y hermanas considerablemente mayores que nosotras.
Laura era una de las hermanas de Magda. Ella tenía 21 años en aquel tiempo estudiaba en el Tec y para graduarse presentaría una tesis basada en una investigación de campo sobre una comunidad indígena de México. Como su familia era originalmente de Michoacán, decidió hacer su tesis sobre los purépecha que habitan en la comunidad de Tzentzénhuaro, ubicada a las orillas del lago de Pátzcuaro, en el municipio del mismo nombre, frente a la isla de Janitzio. Valiente o imprudentemente, Laura decidió llevarnos a Magda y a mí, que dizque para que aprendiéramos a ver la vida desde otra perspectiva.
Con “sleeping bag y back-pack” a cuestas, nos fuimos en autobús de Monterrey a Morelia. Llegamos a la capital michoacana a eso de las seis de la mañana, se sentía frío…ese frio que cala en los huesitos cuando uno ya se anda rajando y se extraña a la mamá. Desayunamos en un mercadito, pan de dulce y auténtico chocolate moreliano caliente, espeso y delicioso, que sirvió para consolarme un poco y entender que ya me había yo embarcado en esa aventura, ese era el primero de ocho días de viaje y ya ni modo.
Tomamos un camión “pollero” que nos llevó por angostas carreteras y caminos de terracería hasta Pátzcuaro y luego a Tzentzénhuaro. Nos bajamos en la orilla del camino y frente a nosotros estaba una loma más o menos poblada, con viviendas de adobe, pisos de tierra y techos de paja. Todas las viviendas tenían solo dos cuartos, ninguna tenía baño y todas impregnaban el aire con un cálido olor a leña que provenía de los anafres que usaban para calentar la casa y cocinar. No había luz eléctrica, pero algunos contaban con radios de transistores y baterías.
Subimos por la colina por vereditas enlodadas, la gente se asomaba a vernos pasar, y solo se podía escuchar el sonido de las suelas de mis tenis Converse All-Star color mandarina (fosfo-fosfo) pegarse y despegarse del lodo chicloso del camino y el crujido de mis tripas hambrientas para las que una pieza de pan dulce y una taza de chocolate no habían sido suficientes.
Por fin llegamos a la vivienda de la familia que gentil y generosamente nos había ofrecido alojamiento. Vivían en la parte más alta de la loma de Tzentzénhuaro. El hombre era pescador de charales y pescado blanco en el lago de Pátzcuaro, la mujer se ocupaba de moler maíz, limpiar la pesca del día, cocinar y cocer frijoles y atole de masa y cuidar de sus tres hijitos pequeños. El mayorcito se llamaba Bernardo, solo eso recuerdo.
Con nosotros hablaban español hasta donde les era posible, -los niños no hablaban español- pero entre ellos hablaban tarasco o michoacano. Al caer la tarde nos sentamos en el suelo, alrededor del fogón y en un tarro de barro me sirvieron un caldo de frijoles negros, dos gorditas de masa y un puñado de charales fritos que me supieron a gloria.
Nos fuimos a dormir al ocultarse el sol y despertamos al día siguiente, gracias al insistente canto de un gallo colorado, a eso de las 4:30 de la mañana y también gracias a que me dieron ganas de hacer mis necesidades.
Así que caminé en la penumbra de la madrugada hasta encontrar un lugarcito detrás de un árbol y me dispuse a hacer lo mío tratando de mantener el equilibrio en posición de cuclillas mientras un murciélago travieso revoloteaba sobre mi cabeza.
“¡Quiero a mi mamá!” pensé. Y así pasaron ocho días y sí, vi la vida (y a México) desde otra perspectiva: fui a pescar mi comida del día en el lago, aprendí a cocer frijoles en olla de barro sobre un anafre de leña y a comer solo para calmar el hambre, conviví y jugué con niños que no hablaban español, hice mis necesidades debajo de un árbol, dormí en piso de tierra y no me bañé en todo ese tiempo…. Cuando volví a Monterrey, encendí el interruptor de la luz, la tele, abrí el refrigerador, me hice un sándwich, me senté en el excusado (sin murciélagos insolentes volando sobre mi) y luego con el giro de un una mano me pude bañar con agua caliente.
¡Era como si hubiera viajado a otro mundo, pero fue una experiencia extraordinaria! Algo había cambiado para bien dentro de esa pre-adolescente citadina y comodina que fui.