Con la promesa de que un día voy a escribirla a detalle, porque su vida es seguramente única, de telenovela, quise adelantar parte de la historia que mi madre Angelita ha protagonizado durante sus 77 años y medio de edad.
Nació un 2 de agosto de 1936 en la ciudad de Durango, pero su madre la regaló a una humilde familia, numerosa y de escasos recursos, que vivía en San Pedro de las Colonias, Coahuila, donde el tiempo parece que se detuvo el siglo pasado, en sus mejores años de la Revolución.
Siendo aún una niña de brazos, a la típica casa de los Sánchez -de adobe y ladrillos rojos ubicada en la Calle Doblado-, llegó una nueva inquilina de tez blanca, ojos verdes y cabellos rizados para incrementar la demografía familiar.
Sus rasgos físicos contrastaban con la piel morena de su mamá Sanjuana y de su papá Felipe, los papás de ocho hermanos que la acogieron como una más de su propia sangre. Angelita llegó un día de tan lejos a un hogar donde todos eran adultos y había que empezar de nuevo entre pañales y biberones.
En su infancia que transcurrió entre calles sin pavimento y polvaredas hubo pobreza pero nunca hambre: frijoles y tortillas no faltaban en la casa; de vez en cuando mataban un animal que previamente engordaban en el amplio patio donde abundaban árboles frutales y nopaleras.
Aquella niña tuvo privilegios que sus demás hermanos no tuvieron, como estudiar primaria y la academia para ser secretaria. La albañilería era el oficio de sus tres hermanos mayores, tan recurrente entre los hombres de San Pedro hasta la fecha.
Preparar la mezcla de arena y cemento en las calles y pegar ladrillos rojos en vez de acudir a las escuelas públicas era más urgente para la familia. No era necesario para los Sánchez enviar a sus hijos a colegios privados para evadir la compra de cuadernos, uniformes y zapatos, con dinero que escaseaba.
Mientras, las cinco hijas mujeres ayudaban en las labores de la casa. Para el Día de Muertos sacaban los fierros del viejo baúl y empezaba la manufactura de coronas con alambres, papel de colores y engrudo.
Alicia “Licha” Sánchez, la menor de las cinco, quiso ser otra y terminó sus estudios de academia que le permitieron tener un mejor trabajo, primero en San Pedro y luego en Torreón, a donde emigró junto con Angelita y su hermana mayor Agustina a finales de los años cincuenta.
Torreón, ubicada a 50 kilómetros, ofrecía un mejor porvenir para las tres. Para 1951, la niña que ya había crecido y cumplía los 15 años, obtuvo un empleo en la oficina de Correos de México, de San Pedro y pidió ser transferida a la próspera región de la Laguna.
Y fue en esa ciudad donde Angelita fue abruptamente enterada que los Sánchez no eran lo que ella siempre creyó; supo de una historia tan posible en esos años postrevolucionarios, como tan increíble que sucediera y fuera real, donde el papel de la protagonista era ella misma.
Un día se apareció en la oficina postal un joven quien dijo ser su hermano de sangre con un discurso que la paralizó: que los Sánchez no eran su familia; que su verdadera madre la había regalado por amenazas de su esposo, un soldado sobreviviente de la Revolución.
Años más adelante Angelita agregaría nuevos capítulos a su historia: supo que había sido regalada a los Sánchez por sus ojos verdes. Sí, porque ni su hermano mayor, ni los padres de ese joven que afirmaba ser su hermano, tenían sus ojos del mismo color.
Cegado por la dudas y buscando quién las pagara, el revolucionario amenazó un día antes de internarse en la sierra de Durango: “Cuando regrese no quiero verlas a las dos mujeres, si no, las mato”.
Ramona López Robledo, a quien años después Angelita conoció en un domicilio de Guadalupe, Nuevo León, decidió regalar a su segunda hija y quedarse con el varón. A mediados de los ochenta ella murió y a su hermano pocas veces lo volvió a ver.
Angelita Castillo Sánchez tuvo cinco hijos en Torreón y encontró al amor de su vida en la oficina de Correos de Matamoros, Tamaulipas: don Marcos Hernández Rivera, con ocho hijos que debía vestir y alimentar.
La vida de mi madre es tan increíble que cuando era una niña de once años, a San Pedro de las Colonias llegó un joven de vacaciones que rebasaba los 18 proveniente de Matamoros, de visita con una familia que vivía precisamente junto a su casa.
Ese mismo joven, con quien no cruzó palabra y posiblemente sólo una mirada en la banqueta de tierra, 27 años después se convirtió en su actual esposo, por caprichos del destino que les había reservado tres palabras: unión, amor y felicidad.
Quise adelantar parte de una historia única que seguramente sería un éxito editorial, dedicado a Angelita y don Marcos, quienes este diciembre cumplirán 40 años de casados.
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