Pachuca, Hidalgo / Octubre 23.-
Las alas del Cóndor colombiano se encogieron, se guardaron para no desplegarse nunca más en una cancha de futbol. Miguel Calero escuchó el silbatazo final, el último de su carrera, el último como portero del Pachuca.
Despedida sui géneris del colombiano, porque todo se preparó para realizar una fiesta, pero al final el juego terminó siendo de angustia para Pachuca que amarró el empate a cero con los Pumas, al jugar por casi 60 minutos con 10 hombres debido a la expulsión de Dionicio Escalante (35’).
A partir de ese momento el protocolo iniciado se rompió. De inicio, la directiva de los Tuzos, experta en eso de hacer los homenajes, hizo que los 10 trofeos, testigos de los logros de Calero en el club, fueran puestos en el campo para darle la valía al personaje que decía adiós. La idea es que al minuto 40 de la primera parte, el colombiano saliera de cambio, pero la expulsión echó abajo todos los planes.
Así que el juego no sería sólo un homenaje, sería la lucha por los tres puntos, contra 11 hombres, Miguel Calero debía echar manos de toda su experiencia, de los últimos lances que le quedaban a su larga carrera.
Cada vez que el balón se acercaba al área tuza, el morbo crecía: ¿fallará? ¿se agrandará en su despedida? Todos los pensamientos cruzaban por la afición, por el cuerpo técnico, por la directiva tuza, por Jesús Martínez, presidente del club, quien arriba, en el palco, veía como uno de sus estandartes tenía que dar su última batalla para despedirse con dignidad.
El tiro de Javier Cortés, salió directo a su ubicación, pero Calero quiso demostrar que los reflejos aún están en su apogeo y se lanzó para echar la pelota por encima de la portería, pero en la segunda parte a un tiro de Francisco Palencia realizó una gran parada que hizo arrancar de la porra local los gritos de “no te vayas”.
Del otro lado, el Pikolín II, Alejandro Palacios, no se quiso quedar atrás. A pesar de que el Pachuca sólo jugaba al contragolpe, el guardameta tuvo que emplearse de buena forma para detener disparo de Walter Ayoví y Elías Hernández, que pudieron amargar la noche universitaria de por sí a la baja ya que a pesar de tener superioridad numérica, no podía abrir a los hidalguenses.
Mientras, Calero vivía su fiesta. Gritaba a sus defensas para acomodarlos, con la experiencia de los años; se lanzaba por todos los balones como si fuera un novato más; volteaba a la tribuna cuando la porra universitaria le gritaba sus ya tradicionales insultos, seguro que eso también lo va a extrañar.
El reloj avanzaba, todos en Pachuca querían el que tiempo se terminara, todos menos Miguel Calero, el Cóndor hubiera querido que ese juego fuera eterno, que esa noche no terminara que su vuelo nunca acabara.
Pero el final tenía que llegar. el árbitro pitó y la carrera de Miguel Calero llegó a su fin. Se quitó los guantes, sus herramientas de trabajo, los que tenía pegados a la piel y los arrojo a la tribuna; se quitó su camiseta, besó el escudo y se lo dio a su gente. En ese momento, todos sus compañeros lo rodearon, el prometió no llorar, el prometió no ponerse sentimental, pero quien podría culparlo de no seguir su juramento hasta el final.
Miguel Calero dijo adiós. Las alas del Cóndor se cerraron, para no desplegarse jamás.
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