Enero 20
George W. Bush llegó a la Casa Blanca en 2001 tras una elección dudosa. Hoy, ocho años después, la deja sin ninguna sombra de duda: como el peor presidente de la historia estadounidense.
El juicio lapidario fue planteado por el historiador Sean Wilentz en la revista “Rolling Stone” en mayo de 2006, cuando por lo visto ya era tarde para que Bush corrigiera la plana de su desastrosa administración.
La suma de los fracasos es abrumadora. Y la de los agravios de su gobierno a los estadounidenses y al mundo también. Por lo que toca a México y a los latinos, el propio Bush reconoció que falló en lograr una reforma migratoria que hubiera permitido regularizar a millones de indocumentados.
Con América Latina, el agravio fue el olvido: la región nunca fue prioritaria para su administración. Su política latinoamericana fue insignificante, más allá de la promoción de los acuerdos de libre comercio como panacea para vencer la pobreza y los ataques a los gobiernos de la izquierda beligerante (Hugo Chávez (Venezuela), Evo Morales (Bolivia) y Daniel Ortega ( Nicaragua), así como del endurecimiento del bloqueo a Cuba. Tras 10 presidentes en Estados Unidos, los Castro siguen en el poder.
Bajo la administración Bush se mantuvo lo que analistas describen como “negligencia benigna”. Esta vez, las intervenciones militares de EU no le tocaron al continente. Por el contrario, algunos países del hemisferio (El Salvador, Nicaragua, Honduras y República Dominicana) enviaron tropas en Irak para apuntalar el esfuerzo bélico de Washington en la infortunada nación árabe, donde han muerto en casi seis años de guerra cerca de 100 mil civiles iraquíes (recuento de Iraq Body Count) y más de cuatro mil 200 soldados estadounidenses (cifra de Iraq Coalition Casualty Count).
Ha sido la guerra de Irak el mayor desastre de la administración Bush. La guerra se hizo con argumentos que a la postre resultaron falsos: el peligro de las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. Luego se dio otra razón: derrocar al dictador (que fue depuesto, juzgado y ahorcado) e instaurar la democracia en Irak, meta que aún se ve como un sueño. El propio Bush experimentó en carne propia el odio iraquí con el zapatazo del periodista Muntazer Al Zaidi en diciembre pasado.
El zapato de la protesta se convirtió en un símbolo del rechazo a Bush. No fue el único: antes (en mayo de 2004) la imagen de un prisionero iraquí encapuchado, sometido a una degradante tortura por sus “liberadores”, causó indignación en el mundo. Las torturas contra los presuntos insurgentes iraquíes eran paralelas a los crueles métodos de interrogatorio, aprobados por autoridades estadounidenses, a que fueron sometidos los “enemigos combatientes” en Afganistán recluidos en la base militar de Guantánamo. En Irak no hubo sangre por petróleo; sólo sangre, pues el petróleo iraquí no pagó la guerra.
Y aquí está el otro precio colosal del conflicto que tiene postrada a la economía estadounidense: la guerra de Irak, según Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía 2001, costó tres billones de dólares. Si se suma el monto de otros desastres, la cada vez más difícil guerra en Afganistán, las crisis financiera e hipotecaria, el colapso de la industria automotriz, de aseguradoras y el incremento de la deuda nacional, la factura se vuelve brutal: más de 10 billones de dólares.
George W. Bush perdió la oportunidad trágica que le dieron los atentados del 11 de septiembre, en que murieron cerca de tres mil estadounidenses, cuando el diario francés Le Monde resumió la solidaridad mundial con EU: “hoy todos somos estadounidenses”. Desvió hacia Bagdad la atención de la lucha contra el terrorismo en Afganistán y contra Osama Bin Laden. Bush se va hoy pero Osama y Al-Qaeda siguen desafiantes y la guerra en Irak no ha conducido a la democratización ni a la paz de Medio Oriente, como lo demuestra el conflicto de Gaza.
Además de políticas que violaron los derechos humanos, la administración Bush fue responsable de la limitación de libertades en Estados Unidos bajo la ley Acta Patriota (promulgada en 2001), con el principio de todo se vale para proteger la seguridad de los estadounidenses. En el mundo unilateral de la posguerra fría, Bush proclamó tras el 11-S: “el que no está conmigo, está con los terroristas”. Y pocos se atrevieron a desafiarlo en sus dos mandatos, en que realizó la mayor reorganización burocrática de EU con la creación de la Secretaría de Seguridad Doméstica y la reestructuración del espionaje. Algunos analistas dicen que Bush no fue siempre el mismo, que un nuevo Bush corrió al secretario de Defensa Ronald Rumsfeld en 2006; se olvidó del “eje del mal”, aceptó negociar con Norcorea y se abstuvo de lanzar un golpe quirúrgico sobre las plantas nucleares de Irán.
Hablando de su legado, su ex redactor de discursos David From planteó en la revista “Foreign Policy” que “Bush puede ser el presidente más impopular de la historia estadounidense, el cowboy unilateral, pero la historia será más amable con él que las caricaturas. Luego de ocho años, deja más que un dictador derrocado en Irak. Deja lazos más estrechos con India, una relación pragmática con China y su presión sobre Irán dará frutos”. Bush sólo se anota en su historial haber dejado un Estados Unidos más seguro.