Donetsk, Ucrania.-
Los novios y los maridos de las mujeres jóvenes del Donbass están en el frente. Ellas son enfermeras improvisadas. Son aspirantes a combatientes y esperan en la barricada para sustituir a hombres cansados.
Son cocineras voluntarias de un batallón y calman el hambre de soldados que descansan en la trinchera.
Pero también son estudiantes con los nervios a flor de piel, que saltan apenas explota una bomba a lo lejos. Todas rezan por el fin de la guerra, pero saben muy bien que el camino aún es largo y cuesta arriba.
Después del enésimo alto al fuego decretado a principios de septiembre, el conflicto en el este de Ucrania parece dar muestras de un cese real.
El estruendo de los proyectiles, que hasta hace poco se oían de fondo continuamente, ha dejado de ser habitual en ambos lados de la línea del frente. Probablemente se trata de una advertencia: “¿Ves?, nosotros lo hacemos si es necesario”.
Tatiana y Elena ya están acostumbradas a las explosiones de las bombas. Las dos son treintañeras y se alistaron en el ejército de la República Popular de Donetsk en diferentes momentos: la primera en noviembre, la segunda pocos días después del estallido de la guerra, en abril de 2014.
Siempre han estado destinadas en Petrovskiy, un suburbio de Donetsk cerca de la línea de frente y blanco del fuego enemigo.
Tatiana es enfermera de profesión. El hospital infantil donde trabajaba fue cerrado después de que lo alcanzase un proyectil. Su marido, Yan, lucha en la primera línea, que está a menos de 500 metros de la base en la que se encuentra Tatiana. Cuando tiene un momento libre, Yan va a ver a su esposa.
“Cada vez que lo veo aparecer por la esquina de la calle en el jeep se me escapa un suspiro de alivio. No podemos hablar por teléfono porque él, cuando está en la trinchera, tiene que tenerlo apagado, ya que la señal podría ser interceptada por los ucranianos. Luego, cuando se va, derramo una lágrima y rezo por él. Pero no dejo que Yan me vea”, dice, tímida, Tatiana.
La tarea de Tatiana consiste en dar los primeros auxilios a los heridos en las trincheras. A los más graves los envía en ambulancia al hospital más cercano. Pero también se ocupa de casos más leves, como fiebre o intoxicación bacteriana por agua contaminada.
Su trabajo no tiene un horario fijo: por lo general comienza a las ocho de la mañana y se va a las ocho de la tarde, pero sucede a menudo que lleguen heridos durante la noche, o sea, cuando se combate más.
“El 3 de junio fue para mí el día más difícil. Había habido intensos combates y llegaron muchos soldados heridos. Fue difícil gestionarlos a todos juntos”, recuerda.
“Los ucranianos bombardearon una posición nuestra porque habían descubierto nuestras coordenadas. Fue una pesadilla. No había luz, cosa que hacía más difícil socorrer a los heridos. Yo era el único paramédico. Fue una pesadilla”, continúa la joven.
Tatiana y Elena son las únicas mujeres de la base. Se tienen que buscar la vida, pero no renuncian a su feminidad. El maquillaje -como lápiz de labios, sombra de ojos, rímel y base- nunca falta en sus bolsos.
Se pueden ver estrellas rojas en las chaquetas de los uniformes y en los gorros militares. Elena, que es comandante de una brigada de artillería, la exhibe con orgullo en su sombrero.
“La llevaba mi abuela, cuando luchaba contra los nazis, y ahora la llevo yo. La tenía en un cajón de su casa. Cuando empezaron a bombardear Petrovskiy llevé a mi abuela a una zona más segura. Le dije: ‘Abuela, me quedo con esto’. Ahora ella está muerta y yo sigo luchando nuestra guerra. Hoy es diferente, somos hermanos contra hermanos. Pero no empezamos nosotros”, puntualiza.
A pesar de que se encuentra dentro del perímetro de la ciudad, Petrovskiy y el gran Parque Sherbakova parecen dos mundos diametralmente opuestos. Para los habitantes de Donetsk, Petrovskiy es sinónimo de destrucción, y el Parque Sherbakova de despreocupación.
Los jóvenes del lugar pasan las tardes en este espacio verde bañado por el río Kalmius, y se dan un chapuzón cuando hace más calor. Alina y Klara están entre ellos.
Tienen unos 20 años y son estudiantes de lengua y literatura francesa. Su sueño, cuando acaben la universidad, es ser profesoras de secundaria. Pero lejos de Donetsk, tal vez en la tan venerada Rusia.
“Esperábamos estas vacaciones con muchísimas ganas. Sabemos perfectamente que no está bien hablar de descanso y veraneo en tiempos como estos. Muchos de nuestros amigos, nuestros compañeros, están combatiendo. Mi primo perdió tres dedos de una mano. Pero sólo somos chicas, nunca tendrían que hacernos vivir una situación así”, dice Alina mientras acaricia su larga melena roja.
“Una guerra nunca puede ser justa: asesinar y matar de hambre a la gente es algo inhumano. La guerra es una locura. Los ucranianos creen que aquí todos somos terroristas. Pero ¿qué hacen los terroristas? Matan. ¿Qué hacen ellos? Matan. Entonces, todos somos terroristas”, afirma.
Klara, sin embargo, sí ve algo bueno en la guerra: “Con la República Popular de Donetsk ha nacido también un nuevo sentimiento colectivo, debo admitirlo. Ahora la gente es mucho más cercana, más solidaria. Hay un sentimiento de hermandad que antes no existía”.
“Todos estamos orgullosos de haber dado vida a algo grande, que hará historia. En el fondo somos unos revolucionarios. Por ejemplo, ahora todos pagan el billete del autobús, porque al hacerlo damos dinero a las arcas del Estado. Todo esto es necesario para hacer crecer el país. Antes de la guerra esto no pasaba”, manifiesta.
En el Parque Sherbakova hay atracciones para niños y adultos. Las dos chicas se sienten atraídos por una actividad de tiro que hay en una parada decorada con carteles en blanco y negro que representan a francotiradores soviéticos.
Es evidente que, en este contexto, tampoco faltan estrellas rojas con la hoz y el martillo. Klara comienza a disparar contra las latas, bien dispuestas en los estantes. Alentada ruidosamente por Alina, no falla ni uno. Gana un pequeño peluche.
“Tratamos de distraernos con aficiones como estas. Pero la verdad es que estamos cansadas, queremos que la guerra termine lo antes posible. Ya no queremos ocultarnos cada vez que explota una bomba, aunque sea lejos”, dice Alina, que no puede evitar que le tiemblen las piernas por los nervios.
Klara sigue el discurso donde lo había dejado su amiga: “Queremos vivir en paz para estar bien, vivir bien, necesitamos no tener que preocuparnos. Nos preocupamos por nosotras mismas, por nuestros padres y nuestros amigos”.
Refiere que “es difícil vivir en un estado de nerviosismo perpetuo. Siempre estás pensando, ´Vaya, ¡Este golpe ha llegado muy cerca de la ciudad!´”. Alina y Klara concluyen al unísono, como si hubieran estudiado la parte de un guión de la obra de la escuela: “Basta, no podemos más”.
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