México, D.F.-
Las seis de la tarde están marcadas por la quietud, el sosiego. Un par de artistas del elenco de la ópera “Muerte en Venecia” deambulan por los pasillos del “backstage” -también conocido como “la herradura”- de la Sala Principal del Palacio de Bellas Artes.
Las instrucciones son precisas: no interrumpir, no estorbar, no incomodar, no hacer ruido. Por primera vez las entrañas que dan vida al quehacer escénico del palacio de mármol son abiertas; no profanar es la exigencia más clara y tácita.
“La herradura” está conformada por una decena de camerinos, un estudio de grabación, salón de entrevistas, área de maquillaje, baños, dos grandes espejos de poco más de dos metros que adornan dos paredes de retazos, y largos pasillos en donde descansan restos de escenografía que ocupa cada fin de semana el Ballet Folclórico de Amalia Hernández y un mueble que hace la función de cafetería. En medio, el lugar sagrado: el escenario del recinto cultural más importante de México, al que se accede por dos grandes puertas en cada esquina de la herradura.
El reloj ya marca 30 minutos más. Todos los camerinos se convierten en islas desiertas -aunque estén dispuestas una detrás de la otra- en donde se alojan varios seres entregados a la concentración. Nadie tiene la osadía de tocar alguna de esas sagradas puertas.
De dos camerinos emanan voces que cantan desde la intimidad: la del tenor Ted Schmitiz y la del barítono Armando Gama.
Se preparan para el gran estreno en el Palacio de la ópera de Benjamin Britten, basada en la novela “La muerte en Venecia”, del alemán Thomas Mann (estrenada en nuestro país en 2009 en el Teatro Julio Castillo, con la misma producción).
Por los pasillos ronda Jorge Ballina, reconocido escenógrafo que para muchos ha tenido una fuerte influencia estética en el arte escénico mexicano. No sólo funge como el responsable de la escenografía, también de la dirección escénica, aventura que emprendió hace tres años con esta ópera y que repite ahora para abrir la temporada operística del recinto.
El reconocido escenógrafo no sonríe, tampoco intercambia palabras con el elenco que de poco a poco sale de sus espacios o va llegando; por instantes lo hace con su equipo de producción. Es un hombre serio. “Ni acercársele cuando anda concentrado”, dice alguien.
– Las transformaciones
Justo enfrente de una de las puertas que desembocan en el escenario está el salón dedicado al maquillaje, por la única ventana se observa la salida del Metro Bellas Artes.
Al mismo tiempo pueden ser maquillados unos 10 artistas, pero esta noche todos han sido puntuales y disciplinados. Las especialistas en la transformación trabajan con tranquilidad en tres o cuatro miembros del elenco. Ríen, se abrazan, intercambian detalles de sus vidas cotidianas, se desean suerte.
De pronto aparece Ted Schmitz, quien encarnará al escritor Gustav von Aschenbach, cuya muerte ocurrirá en las playas de Venecia mientras observa la partida del joven Tadzio, de quien se ha enamorado por su inigualable belleza.
El tenor trae un ramo de rosas rosas, las obsequia a cada miembro del montaje. “Es una tradición durante el estreno, es casi como un ritual que cada cabeza de la obra obsequie algo a sus compañeros”, dice una chica encargada de la producción ejecutiva.
Las siete de la noche. El trajín comienza lentamente. El equipo técnico se moviliza en el escenario para ajustar detalles de la escenografía que tendrá 90 movimientos durante la ópera de dos actos y 39 artistas en escena. Hay una tensa calma.
Cuatro canales de agua literalmente inundan el espacio, los técnicos cuidarán durante 40 minutos que el líquido se distribuya para darle vida a los ríos de Venecia.
Otra parte del equipo se dedica a los detalles, como verificar que la utilería (lámparas, copas, periódicos, charolas, entre otros) esté lista.
Del otro lado del escenario, en las butaquerías, charlan Ballina y Víctor Zapatero (considerado uno de los mejores iluminadores de los últimos años). Abajo, en el foso de la orquesta, los atrilistas afinan ya sus instrumentos, practican.
– El vestuario
A 30 minutos de la función, aparecen en la “herradura” dos leyendas del vestuario: María y Tolita Figueroa.
De los camerinos ha salido casi la totalidad del elenco.
Comienza el festín de saludos, besos y abrazos, las felicitaciones se escuchan doquier. Nadie corre, el tiempo ha sido benigno.
Las hermanas Figueroa ven a los artistas pasear con sus creaciones, consideradas por la crítica como elegantes y hermosas, por el que trabajaron poco más de cuatro meses inspiradas en la profundidad de la novela de Thomas Mann -“porque de la película de Luchini Visconti no quisimos tomar nada, no nos íbamos a poner al tú por tú con él”, dice María-.
El reloj marca ya las ocho en punto. Ted Schmitz canta en el escenario. En las piernas del teatro, los técnicos lo observan. La función empezó. Con sincronía cada miembro del montaje funciona como máquina perfectamente aceitada.
En las butacas está Ballina, con las manos sobre su mentón. En las puertas del escenario todos esperan su momento para ingresar.
El sosiego de las seis de la tarde sigue, pero aderezado con la adrenalina que provoca un montaje.
El personaje de Ted Schmitz canta: “La belleza es la forma de ver el espíritu”. La entraña de la preparación de un montaje tiene un espíritu que ha sobrevivido al vouyerismo.
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