México, D.F.-
La puerta del número 228 de Insurgentes es tan discreta que ante cualquiera puede pasar desapercibida, pero detrás de ella se cometen todos los excesos y fantasías que la comunidad homosexual pueda realizar.
Todo está permitido en este lugar, la única regla es que debe ser de común acuerdo. Su nombre, “La Casita”. Sin embargo, aquí impera la insalubridad.
Este lugar se sitúa casi en la esquina con la calle Colima, en la colonia Roma Norte. Un punto que es considerado estratégico por los jóvenes llamados “de ambiente” para que, después del antro en la Zona Rosa, tener sexo con otros hombres.
El zaguán es negro, angosto, de unos dos metros de largo aproximadamente. Para ingresar hay que tocar el timbre y tras subir una escalera, el visitante es recibido por un vigilante que solicita una identificación de elector.
El encargado revisa a clientes; armas, drogas y encendedores están prohibidas. Tras pasar el filtro, estás dentro.
Pasos adelante otra puerta se abre tras activarse un interruptor. Ahí, un joven recibe a los clientes, les asigna un número y una tarjeta que dice: Club Amigos A.C. Fundación Universal de Protección Privada y Educación Sexual A.C. La noche o el día es joven.
El costo del cover es de 90 pesos. “Si deseas guardar algo en los lockers debes pagar 20 más”, dice el empleado de la recepción.
A un lado se pueden observar en una vitrina una gran variedad de condones que están a la venta. Hay de todo tipo: de sabores, texturizados, extradelgados. Ahí algunos jóvenes se abastecen de lo necesario para alcanzar sus fantasías sexuales.
El purgatorio de Dante
El viejo predio que aloja a “La Casita” es un enorme laberinto que se compone de numerosas habitaciones y, como si se tratara del Purgatorio de Dante en La Divina Comedia, cada uno de los salones da cabida a diferentes “pecados”. Al entrar, en el primer salón la luz comienza a disminuir. Se escucha música tecno y dance.
En la recepción hay un letrero que dice que en el establecimiento se prohíbe la discriminación, aunque las mujeres no tienen cabida en este lugar, tampoco transexuales, transgénero y travestis. Sólo entran homosexuales del sexo masculino.
Dentro del laberinto, hay jóvenes que dominan el lugar, ellos suben, bajan escaleras, entran y salen de las habitaciones para ver todo lo que ocurre.
El piso de madera hace que se escuche cada paso. Las reglas son sencillas: se puede transitar el inmueble de arriba abajo, de un lado a otro. Si dos hombres se atraen y corresponden, son libres de tener sexo.
Dentro de un recibidor cuatro sujetos de aproximadamente 30 años esperan en unos sillones de vinil. Lo mismo ocurre en otras cuatro habitaciones subsecuentes. Ellos están de “cacería” esperando ligar con los chavos que transitan.
Adelante, las escaleras conducen a uno de los sitios más importantes: el sótano. Abajo se abre un pequeño inframundo en penumbras. No se distingue mucho, por lo que para estar alerta hay que utilizar otros sentidos: el oído y el tacto.
Como si fuera el escenario de una película porno, el sótano cuenta con los aditamentos necesarios para ponerle imaginación al encuentro. Hay jaulas, bancos, cadenas, un columpio de cuero y agarraderas. En esa minisala de torturas, brotan los instintos sadomasoquistas de algunos visitantes. Ahí, dos, tres o hasta cuatro parejas mantienen relaciones al mismo tiempo sin pudor alguno.
En el laberinto uno puede perderse en todo el sentido de la palabra, pues la casa tiene muchos recovecos.
En pasillos, corredores, cuartitos hay oscuridad; puertas, camas, literas, bancos, sillas, sillones, cualquier lugar es bueno para intimar.
En el centro de la casa, como punto estratégico, está instalada una barra donde se vende cerveza para calmar el calor.
En el segundo piso -de los tres que hay-, existen por lo menos cinco habitaciones. Una está dividida en cubículos. Son pequeños cuartos oscuros de lámina que en su interior albergan parejas que encontraron pareja ocasional. El “romance” solamente dura en lo que les llegue el orgasmo.
Al otro lado, existe otra habitación acondicionada con cuatro literas. Entre ellas hay un pasillo estrecho que permite que los que pasan por allí rocen los cuerpos acostados.
En las camas se practica de todo, desde felaciones, masturbaciones mutuas, hasta el sexo anal. Allí los colchones despiden penetrantes olores, recuerdos de múltiples encuentros.
Del lado puesto de la casa, existe un lugar llamado “El Puente”. Ahí, dos jóvenes comienzan los juegos presexuales antes de irse con la pareja que elijan a las habitaciones. Por lo pronto, las manos califican todo.
Al cruzar “El Puente”, existe una sala con una pantalla que proyecta películas porno gay. Allí, señores de más de 50 años, quienes ya no tienen la suerte de conseguir pareja, se autocomplacen con los videos. También hay show en vivo, un joven atlético y desnudo se une al acto masturbatorio. La regla para su público es ver, no tocar.
Por último está la terraza. Allí el ambiente se torna más tenue, pues como es un sitio abierto, se puede respirar un aire menos viciado y se deja fumar.
“La Casita” se ha convertido en el lugar preferido de muchos visitantes.
Lo cierto es que nadie sabe cómo funciona “La Casita”. ¿Un club social? ¿Un antro donde se practica el sexo desenfrenado? ¿Un bar extremo? ¿Es legal? Nadie lo sabe y mucho menos les importa.
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