México, D.F. / Feb. 4
Una vez, otra, decenas, centenares. Gira el brazo con la manivela. Y salen, vuelan las notas musicales. Una canción, inevitablemente triste: Dios nunca muere.
Ahí está él, como todos los días, de las nueve de la mañana a las nueve de la noche. Es pequeño, no debe tener más de cuarenta kilos en el cuerpo. El cilindro con el que trabaja, el que debe cargar, pesa 30 kilogramos.
“Tenemos que pagarle 180 pesos diarios al señor que nos lo alquila. Trabajemos o no trabajemos. Por eso no puedo pararle de tocar, usted disculpará” dice, y deja de charlar, vuelve a lo suyo.
Tiene 12 años. Su hermana, 13. Mientras él da la vida al desvencijado organillo, ella camina de un lado a otro con la gorra en la mano, y las palabras en el viento: “Con lo que guste cooperar, con lo que guste cooperar”.
Una voz, la de la chiquilla, que es suave, que cuenta como si nada de lo duro de su existencia, de ese sobrevivir con hambre, con frío, con el apremio de conseguir lo del alquiler y si se puede, una magra ganancia:
“Vivimos en Ecatepec, pero los cilindros están en la colonia Santa Rosa. Y de allá nos venimos acá al Eje Central. Los días que está bueno, muy bueno, sacamos para nosotros como cien pesos. Bueno, no es para nosotros, para mi hermano y para mi, es para la familia, se lo damos a mi papá. Pero a veces si está malo el trabajo la gente nos da cuando mucho unos cuarenta pesos”.
Niñas y niños. Los desterrados en su propio país. Los de la infancia que les fue arrebatada. Trabajan sin seguridad, sin garantías, sin futuro. Diversidad de casos, común a ellos, a ellas, en su contra, la explotación.
No, no es necesario ir lejos, basta con caminar unas cuantas calles, desde Bucareli al Eje Central para encontrarles.
Y está ella, niña de 16 años, que llegó de Oaxaca, que vende gorras, bufandas, chalecos, pulseras. Muy temprano sale con otras mujeres de Iztapalapa, muy tarde retornan a dormir. Todas en un pequeño cuarto.
“Y pues no, no se gana. Me da el señor de lo que yo venda, le llama la comisión, pero es poquito. Y ya no quiero decirle más porque viene el señor y me regaña…¿Qué cual señor?, el que nos trajo del pueblo” dice. Luego voltea atemorizada a su izquierda, a su derecha. No dice más, se envuelve en su silencio y en la noche que llega.
Y ellos, los jovencitos, adolescentes que en la antigua San Juan de Letrán ofrecen películas porno —“¡filmadas en moteles, con gente de a deveras!”— y programas de computadora y lociones dizque originales.
Ahí está también la chiquita, literalmente, delgadísima, desolado su gesto, amarga su mirada. Cumplió 14 años hace unas semanas. Es de las empleadas de una de esas tiendas que venden artículos a siete pesos. Ella recibe cuarenta al día, por jornadas de más de ocho horas de pie, y atenta a todo, si alguien roba un producto, se lo cobran. No, no quiere hablar. Tiene miedo, se sabe observada por otro empleado.
Y ese brazo gira una, dicen, cientos de veces. Y una sonrisa aun inocente acompaña la petición: “Por ai´con lo que guste cooperar”. Y triste, lánguida suena esa canción que dice que Dios nunca muere.
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