Cd. de México.-
En 2004, Juan, de entonces 43 años, entró a prisión acusado de ser cómplice de secuestro. La cárcel lo quebró rápidamente. El encierro, los maltratos y los abusos lo afectaron. Después de tres años en una celda comenzó a desarrollar episodios sicóticos. Sin los medicamentos necesarios, sin un doctor que lo revisara y con guardias que lo tachaban de “rebelde” acabaron con su salud mental.
En total, 284 internos que viven en las cárceles federales del país padecen alguna discapacidad mental, según datos del Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social. Esquizofrenia, ansiedad y retraso mental son las enfermedades más comunes, pero en ocho de cada 10 casos las autoridades no tienen un diagnóstico.
En 2016, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) reveló que en todo el sistema penitenciario, federal y estatal, hay más de 4 mil reos con discapacidad mental; la mayoría sin atención especializada.
“El problema es que no se reconoce la magnitud de la población con discapacidad que está dentro del sistema penitenciario, tanto de las personas que llegan con un diagnóstico y después la discapacidad que genera el encierro. Hay muy poca reflexión sobre lo que el encierro impacta en la salud mental”, comenta Diana Sheinbaum, de la asociación Documenta.
De los 284 reos con discapacidad mental en el ámbito federal, casi la mitad está en el Centro Federal de Rehabilitación Psicosocial (Ceferepsi), que es uno de los tres del sistema enfocados al cuidado de esta población, pero 128 reos en cárceles federales corren la peor suerte.
“El sistema penitenciario no aborda este problema como lo que es: uno de salud mental y es por eso que no tienen el personal médico adecuado o una buena infraestructura”, asegura Ruth Villanueva, tercera visitadora de la CNDH.
Esta población tiene una doble condena. La falta de recursos los pone en una situación más vulnerable y la prisión les da una escapatoria a las familias que muchas veces los abandonan por su salud mental. En varios casos no les queda otra opción que seguir en la cárcel, aunque su sentencia se haya cumplido; la otra salida es la calle o un hospital psiquiátrico, dice. En 2017, se tiene el registro de que 103 de los reclusos con discapacidad mental estaban ahí por portación de arma de fuego, entre los más reportados también están los delitos contra la salud y delincuencia organizada. Aunque los especialistas difieren, en algunos casos, el tipo de discapacidad está relacionado con estas acciones.
“Un paciente con esquizofrenia puede matar porque piensa que está salvando a alguien o que se está defendiendo, en sus alucinaciones tienen esa lógica”, explica la neurosicóloga Zoraida Trejo.
De los 284 reclusos, ocho de cada 10 viven sin un diagnóstico detallado; mientras que 20% tiene crisis de ansiedad, trastornos sicóticos y de personalidad, y a cinco los declararon con esquizofrenia.
Para abundar sobre este tema se solicitó información al Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social, dependiente de la Comisión Nacional de Seguridad, pero hasta ayer no se obtuvo una respuesta.
Perderte en la prisión. Juan vivía en la capital con su esposa e hijos, por años se encargó de un taller de hojalatería y pintura. El dinero nunca faltó en casa, pero los gastos crecieron y él buscó la forma de obtener otro ingreso. En la parte alta de su casa tenía un pequeño cuarto que decidió rentar; sin embargo, lo que empezó como una forma de mejorar su economía familiar terminó en una sentencia de por vida.
Su inquilino era miembro de una banda de secuestradores y el pequeño espacio lo utilizó para esconder a sus víctimas. Cuando la policía lo descubrió, Juan fue acusado de ser su cómplice, al ser responsable del lugar.
En la cárcel, Juan intentó mantener un perfil bajo para evitar problemas, pero fue casi imposible y poco a poco los abusos comenzaron a mermar en él. “Era muy tranquilo e intentaba ayudarnos a todos, pero ahí dentro sus emociones se alteraron mucho por el abandono”, narra Miguel, quien fue su compañero de pabellón por cinco años.
Poco a poco, la mente de Juan se fue llenando de espacios en blanco; su conducta cada vez era más irracional. Las visitas familiares eran mínimas, su esposa e hijos lo olvidaron en la cárcel, y la única que iba una vez al mes era su hermana, hasta que un día ella también dejó de ir.
Después de tres años, Juan empezó a pasar las tardes recostado con la mirada fija en el techo.
A la soledad le sumó los traslados de centros penitenciarios, luego de cuatro años en una cárcel de la capital lo movieron a un penal de máxima seguridad. Tras dos cambios más de centro, su mente estaba bloqueada.
“Estaba muy mal. Se la pasaba desnudo, se masturbaba frente a todos, dejaba las paredes de la celda llenas de excremento y se colgaba de las rejas”, relata Miguel.
El personal de seguridad creía que era un “prisionero rebelde” y ahí comenzaron los golpes y los castigos.
Como sus delirios eran más frecuentes decidieron aislarlo dentro de “los colchones”, un pequeño cuarto del tamaño de un ropero con las paredes recubiertas con colchonetas para evitar que el reo se haga daño.
“Por más que lo golpeaban, que lo torturaban desnudo y amarrado, él seguía con su comportamiento y fue ahí que los de seguridad pensaron que era raro que aguantara tanto”, narra su ex compañero de prisión.
Después de eso, Juan fue enviado a otro módulo con internos que los custodios consideraban que tenían que estar bajo vigilancia. Ahí había 35 reos bajo la sospecha de tener una discapacidad mental; no obstante, ninguno tenía un diagnóstico, recuerda Miguel.
Sistema roto. Aunque Juan llegó a un nuevo pabellón, ahí tampoco había sicólogos ni siquiatras de planta. De los 17 centros penitenciarios federales de los que se tiene información, tres no cuentan con espacios para la atención médica y sicológica de los internos, y seis sólo tienen un área enfocada en medicina general, pero sin poner atención a cuidados sicológicos.
Después de casi una década, Juan fue incluido en una lista de candidatos para valoración siquiátrica. Ahí quedó claro que lo que tenía no era mala conducta. El hombre, de entonces 53 años, tenía brotes sicóticos, así que su último traslado fue al Ceferepsi ubicado en Ayala, Morelos.
“Ahí no se vulneran los derechos de los internos con discapacidad sicosocial porque es un hospital. Debería estar replicado en todas las entidades”, asegura la Tercera Visitadora de la CNDH.
El paso por estos centros para personas con discapacidad mental no es garantía, puesto que algunas veces funcionan como lugares de tránsito, dependiendo de la pena que estén pagando. En ocasiones, tienen que regresar a su penal de origen o buscar un familiar que los cuide.
En los centros penitenciarios viven bajo un sistema que no tiene la capacidad de brindarles atención digna y afuera, por lo general, sufren el abandono de sus familias. Al final, muchos se quedan como una población destinada a aferrarse a una cárcel en la que son invisibles.