México, D.F. / Nov. 21
Cada que pasa un avión la gente voltea hacia el cielo, levanta los hombros y encoge la cabeza, como escondiéndose, mientras fuman un cigarro afuera del edificio de Monte Pelvoux 111, donde cayó el Leartjet.
En el puente, los curiosos toman fotos del edificio que en vez de vidrios tiene tablas y al que le siguen limpiando las últimas huellas de cenizas.
En la calle, los taxistas y oficinistas siguen contando qué pasó, dónde estaban a las 18:46 con 23 segundos, los segundos son importantes, pues muchos se salvaron, por eso, por segundos.
Adentro del edificio de Monte Pelvoux 111, donde cayeron parte de los restos del jet ya nada es igual, volvieron a trabajar desde el jueves pasado, pero no todos. La agencia de viajes del primer piso, de plano se mudó a otras instalaciones, mientras remodelan la oficina, ahí trabajaba Patricia Oropeza, quien murió la noche del 4 de noviembre mientras saludaba desde lejos a su esposo que la esperaba del otro lado de la calle justo cuando cayó el jet.
También ahí trabaja Hilda, quien al mismo tiempo subía por la computadora que había olvidado en la oficina mientras Alan, su esposo, otra de las víctimas fatales, la esperaba en la calle a bordo de un Chevy.
Toda la agencia no regresó a trabajar en el mismo edificio. Ahora, junto a los escritorios hay albañiles reconstruyendo las paredes y las lámparas del lugar. En el segundo piso, está la inmobiliaria Ilo, ahí en la recepción atiende Abril, que la noche del accidente decidió no fumar el cigarro acostumbrado y prefirió irse a casa, caminó hacia el puente y desde ahí miro un jet caer en picada. Abril cuenta que ya nada volvió hacer igual, que el edificio se siente desolado, y sí es frío, hay poca gente a pesar de que hasta la embajada de Finlandia tiene sus oficinas ahí. “Hay gente que de plano no ha podido regresar a trabajar por el trauma que tienen”. Y cómo podría ser diferente si además de ver ante sus ojos una tragedia, algunos tuvieron que quitarse de la ropa restos de carne quemada, cuando llegaron a sus casas.
Todas las noches, desde hace 15 a Diana Rodríguez le comienza a latir rápido el corazón. Trabaja en una florería a unos pasos de la zona y hasta ayer pudo pasar de nuevo por ahí. Ella como los taxistas de la base que está en la misma calle, el policía del Santander y los empleados del HSBC que está enfrente del edificio 111 no puede evitar, por lo menos escuchar el sonido de los aviones cada vez que pasan. “Antes nunca me percataba, ahora es inevitable, nos quedó el trauma”, dice Diana Rodríguez. Abajo del puente hay un altar y en él, vecinos y compañeros llevan flores y veladoras a quienes no tuvieron la oportunidad de regresar a trabajar.
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