Monterrey, N.L.-
“En el pasado, estudiar medicina era una vocación, una misión. Los estudiantes se formaron en los pasillos de los hospitales, aprendiendo directamente de los pacientes, de los profesores y de los desafíos reales de la práctica médica. No había glamour, no había espectáculo. Hubo trabajo duro, noches sin dormir, turnos agotadores y una satisfacción genuina por salvar una vida o hacer un diagnóstico difícil. Hoy, ese escenario ha cambiado, y no para mejor”, dice el doctor Philip Prohaska, médico infectólogo de Brasil.
Actualmente, la carrera de Medicina se ha reducido a un espectáculo teatral, donde la apariencia y las ceremonias superan la esencia de la profesión. El primer cambio visible es la ceremonia de la bata blanca, que transforma un sencillo ritual de iniciación del curso en un evento digno de una ceremonia de premios de Hollywood.
Los estudiantes, antes de tocar a un paciente real, se ponen batas blancas inmaculadas en medio de apasionados discursos y producciones profesionales de fotografías y videos. Se convirtió en un evento de autopromoción, donde el simbolismo de un instrumento de trabajo (bata y estetoscopio) se transformó en un trofeo de estatus.
En los años de formación la superficialidad continúa. En lugar de ver pacientes reales, muchos estudiantes reciben formación con maniquíes y simulaciones. El toque humano, la complejidad de los signos clínicos y la experiencia visceral de tratar con un paciente en apuros han sido reemplazados por maniquíes de silicona en habitaciones con aire acondicionado.
Las universidades, sin infraestructura hospitalaria propia, dejan a los estudiantes desplazados, realizando prácticas superficiales e incontinuadas en unidades de salud improvisadas. El estudiante de medicina, que antes acumulaba turnos y experiencias en salas, hoy acumula selfies y publicaciones en redes sociales.
Consultorios externos con 15 a 20 estudiantes donde a nadie le interesa escuchar la historia del paciente y se les instruye a solicitar varios estudios “complementarios” antes incluso de saber cuál es la queja del paciente. Buscan llegar al diagnóstico directo a través de algún valor alterado de laboratorio en lugar de interrogar, analizar y procesar la información que les permita confirmar o complementar y buscar los mejores exámenes para la queja del paciente. No saben lo que es semiología ni propedéutica, ni anamnesis, ni el examen físico. O incluso desplazan la responsabilidad de la anamnesis y el examen físico al especialista, ya que como médico general no es más que un ignorante con sello.
Y el culto a la superficialidad no termina ahí. Ahora hay eventos para cada etapa de la carrera: fiesta del 30 por ciento de la carrera, fiesta del medio médico, ensayos de graduación incluso antes de las prácticas. Y las clases, que ya de por sí no están muy bien impartidas, a menudo son salteadas en nombre de compromisos sociales. Los estudiantes salen de los cursos más preparados para organizar una fiesta que para interpretar un electrocardiograma.
Y cuando llega la época de la graduación, el espectáculo alcanza su apogeo. Lo que una vez fue una ceremonia sencilla y solemne, que celebraba el final de años de duro trabajo, ahora se ha convertido en una producción cinematográfica.
Bandas famosas, salas lujosas, fiestas que costaban sumas astronómicas –a menudo financiadas por los propios padres– pasaron a ser más importantes que el propio diploma. La gloria efímera del festejo supera el peso y la responsabilidad de un Registro Profesional (RCM) recién obtenido.
Este vaciamiento de la esencia de la carrera se refleja directamente en la calidad de la formación médica. La falta de preparación es evidente. Los médicos jóvenes llegan a los hospitales sin saber interpretar una radiografía básica, sin la confianza para brindar atención inicial de emergencia y sin la experiencia necesaria para comunicarse con los pacientes y sus familias.
El razonamiento clínico, antes moldeado por la práctica constante, ha sido reemplazado por protocolos memorizados y una dependencia de aplicaciones y herramientas digitales.
Vivimos la medicina por ósmosis, la más peligrosa de todas. Basado en lo que escuchamos y no en lo que deberíamos haber leído o estudiado. El “storytelling” de la medicina seduce a mentes débiles y oportunistas para crear teorías de posverdad, ya que la medicina tradicional no genera gustos, ni acciones, ni status en el nuevo orden mundial.
Estamos a bordo del ballenero en busca de una ballena blanca inexistente y cegados por la psicosis, destruyendo todo lo que nos rodea.
Graduarse en medicina no es cuestión de fiestas, batas ni fotos profesionales. Se trata de ética, dedicación, empatía y capacidad técnica. La bata blanca no es un símbolo de status: es un símbolo de responsabilidad. Los estudiantes necesitan regresar a los hospitales, a las camas, a las salas.
Necesitan aprender del paciente, no de un muñeco de plástico. Necesitan reverenciar el conocimiento médico y no el brillo artificial de una graduación lujosa.
La medicina debe volver a ser una profesión y dejar de ser un espectáculo. Porque quienes sufren esta degradación no son sólo los médicos no preparados, sino también los pacientes que les confían su vida. Y esto, más que un error, es una tragedia”, señala el doctor Philip Prohaska de Brasil.
(Redactó Dr. Manuel Torres)