Valle del Mezquital, Hgo.-
El humo de las fábricas, la refinería y la planta termoeléctrica se divisa a lo lejos del valle. Las montañas pelonas permiten ver islas industriales, pero también diminutos poblados que resisten los embates de la modernidad, con todo y su contaminación de agua, tierra y aire. Las cerca de 150 industrias que han transformado a la región en el “espejo negro” de México se encuentran en el llamado “riñón de los otomíes”, una de las culturas indígenas más antiguas del centro del país.
En medio de las cañadas se erige orgulloso San Ildefonso, la única comunidad hñähñu (otomí) del Valle del Mezquital, donde 95% de sus habitantes hablan su lengua original.
Aquí, en la parte baja del Cerro de la Cruz —principal centro ceremonial de 7 mil habitantes—, con el bastón de mando y su vestimenta original, se encuentra César Cruz Benítez, gobernador hñähñu.
“La humanidad requiere de movimiento, todo lo que está pasando actualmente es que la humanidad debe evolucionar, por eso la inconformidad, no nada más de algún sector, sino de todos y en todo el mundo”, dice.
Con su camisa de manta y sus bordados de la Flor de la Vida y Pájaros que representan a los guerreros caídos de la estirpe otomí, el representante de la Organización Hñähñu para la Defensa de los Pueblos Indígenas se siente contento por las muestras de rebelión existentes.
“Me da mucho gusto que no nada más en México, sino que en todo el mundo haya descontento, ya hasta se habían tardado en rebelarse”, agrega quien busca preservar una de las principales filosofías de la cultura otomí: Hogä m’ui, que quiere decir el buen vivir.
Desde la óptica de la cultura Hñähñu, la rebelión e inconformidad forma parte del mismo ciclo de la vida, como el nacimiento, crecer, encontrar una pareja, tener hijos y morir. Pero siempre, alerta, “al final del movimiento debemos encontrar la recompensa o el fruto”.
Con estirpe de wemas
Las abuelas aún recuerdan a los wemas, personas muy grandes y muy altas que existieron en una época tan distante que se han borrado los años en que existieron. Cuando caían no podían levantarse nunca más y se hacían piedras. Son considerados como los ancestros de grandes dimensiones, ahora petrificados.
El relato, que ha pasado de generación en generación, dice que los wemas eran altísimos. No se sabe por qué se acabaron, tal vez —dice el mito— porque no se podían parar y acabaron siendo los cerros que rodean el valle.
Donde hay piedras sobre piedras se cree que hay wemas: los antepasados de los toltecas y otomíes, por eso desde esta región se inició una resistencia cuando una cementera trató de negociar el arrendamiento de terrenos ejidales para su explotación. Los cerros son sagrados.
Hoy, en el mismísimo corredor industrial Tula-Tepeji, los pobladores de San Ildefonso se adaptaron a los nuevos tiempos. Dejaron atrás sus vestimentas originales y la mayoría viste con pantalones de mezclilla o playeras, trabajan en fábricas textiles y sus viviendas son de concreto.
“El otomí es una forma de vida diferente a la castellana, ya que el otomí visualiza mucho el cuidado de la madre tierra y el mundo de la vida castellana es la industria y todo lo que destruye el ser humano, pero no lo vemos como enemigos, simplemente son unas industrias que por falta de cuidado vienen a contaminar y han convertido a la zona en el espejo negro de todo el mundo”, relata César.
Jamás han dejado de luchar por preservar su lengua materna y rescatar sus tradiciones. Desde este pequeño reducto de una de las culturas mesoamericanas más importantes se conserva una de las lenguas más antiguas y diversas.
Con la intervención de su gobernador Hñähñu, en preescolar (con 200 menores), en la escuela primaria (con 200 niños) y en la telesecundaria (con 80 estudiantes), se imparte la materia de Lengua Otomí.
Más allá de la rebelión de los hombres, el joven líder indígena de 44 años lamenta la ola de violencia y culpa a los gobernantes por no saber dirigir a su pueblo ni darle lo mínimo para su bienestar: “No debe existir la violencia, pero es provocada por los gobernantes, porque nosotros quisiéramos llevar la vida en paz, pero las mismas autoridades preparan todo esto, la violencia existe y además los recursos para educación y salud no son bien empleados”.
Hoy en día, agrega el hombre que encabeza el proyecto para elaborar un diccionario otomí-castellano, la gente primero piensa qué comerán, pero si los recursos fueran destinados a los sectores más vulnerables las personas pensarían en la no violencia. “Hay gobernantes que aplican bien los recursos, su pensamiento es de cómo se podrá superar su pueblo y se van superando, pero la mayoría de gobernantes están pensando sólo en cómo hacer dinero, cómo destruir y cómo vender todo”.
Admite que el pueblo tiene una gran responsabilidad en la violencia y en la falta de resultados de sus gobernantes, porque “no hacemos nada. En general vemos que están destruyendo nuestro territorio ancestral y no hacemos nada, no decimos nada, nos quedamos callados, pero nos han formado así y por eso no decimos nada y los que decimos algo nos tratan de locos”.
Flor de luna
Las viviendas de concreto, los vehículos estacionados en las estrechas y empinadas calles son la estampa cotidiana, pero a la vez se observa una clara presencia hñähñu, que trata de preservar el sistema de cargos, la organización comunitaria y una fuerte identidad indígena.
Cada 3 de mayo, con danzas los otomíes ofrendan a la madre tierra y piden por las siembras; en octubre llevan al Cerro de Chantepec las aguas de todos los escurrideros de la región para dar gracias e implorar que nunca falte.
Y si bien la población está dentro del corredor industrial Tula-Tepejí y se ha visto constantemente discriminada por su origen indígena, siempre mandan un mensaje de dignidad.
Era 2005, César Cruz y su esposa Marisela Rivas tuvieron a su quinta hija, a la que decidieron nombrar Doni Zänä (Flor de Luna en hñähñu); pero en el registro civil se lo impidieron.
—No se puede señora. La computadora no lo pone. No sale la ‘o’ subrayada ni las diéresis en la ‘a’. El hñähñu o esa cosa es un dialecto que no se puede escribir bien—, les contestaron.
Les propusieron eliminar las diéresis y sin guion bajo, pero así, Doni Zänä significa “ten piedra muerde” y no “Flor de Luna”.
Aludieron a la Constitución, la Convención sobre los Derechos del Niño, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, los Acuerdos de San Andrés y la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, pero nada hizo cambiar a los funcionarios.
Un Tribunal Colegiado y la Suprema Corte conocieron el caso, donde César mostró su pertenencia y la de su hija al pueblo hñähñu y la conciencia de la identidad indígena. Ante la presión, en febrero de 2008, el Registro Familiar de Hidalgo anunció que había reformado el sistema de cómputo para poder registrar a Doni.
Asegura que para vivir en paz primero es necesario que gobernantes dejen de robar y distribuyan mejor las riquezas. En segundo lugar, prosigue, es necesario considerar hermanos al tlacuache, venado, víbora y a la lagartija, porque “aunque digan que uno está loco, tomando eso en cuenta viviremos mejor”.
Sentado sobre un montículo en el cerro sagrado, está convencido que la humanidad sí tiene remedio y para ello pone de ejemplo las enseñanzas otomíes de una convivencia sana y del buen vivir: respetándonos unos a otros y hablar, sin ningún intermediario, con Dios”.
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