En su último suspiro y antes de ser demolido, el Estadio Universitario quiso recordar aquella jugada sobre su verde pasto…
Dos toneladas de dinamita había sido colocadas en lo que había quedado de su estructura.
La demolición duraría apenas dos minutos, pero el trabajo de desmantelamiento había empezado hacía meses atrás, el tiempo suficiente para despedirse de cada uno de sus seres queridos.
No había sido fácil decírselo. El Volcán se sentía aún fuerte, vigoroso y lleno de pasión, para seguir compartiéndola con todo aquel que se le entregase sin reservas, ya sea en la cancha, desde el banquillo, en la tribuna, a través de la televisión, incluso desde el silbato, el micrófono o la grabadora.
Había vivido momentos de tristeza, por ver partir a algunos de sus monstruos sagrados, a don Carlos Miloc, Osvaldo Batocletti y Tomás Boy….
Pero había sabido seguir adelante bajo el influjo de otra generación de guerreros.
Sin embargo, empezó a sentir que algo no andaba bien cuando vio a un grupo de personajes de traje y corbata posarse sobre uno de sus costados, pegado a los vestidores de la zona sur, pronunciando un discurso sobre algo así de un nuevo estadio. Se entristeció y aquella noche apenas si pudo conciliar el sueño.
Ante la incertidumbre decidió que pasara lo que pasara habría de entregarse cada tarde o cada noche al máximo, sin reservas, como lo había hecho cada año desde el día de su inauguración. Lo demás no era su decisión.
Pasaron meses sin un indicio de que fuera a hacerse realidad lo que había escuchado en el discurso de aquella tarde que empezaba a ser lejana.
Pero un día notó que empezaban a acudir a él algunos de sus más íntimos seres queridos, para hablarle a solas en sus entrañas.
Gignac le agradeció aquellas tardes inolvidables en las que supo echarse al equipo al hombro, Pilar Reyes por los días mágicos en que le permitió escuchar el grito de “¡Sube Pilar, sube!”.
Francisco Bertocchi y Rubén Romeo Corbo por los días como rayados y en que recibían el cariño de la multitud, hasta los tigres que descendieron en la temporada 95-96 le brindaron sus respetos por haberles permitido vivir aquel drama que los hizo mejores seres humanos.
Llegaron también desde tierras lejanas personajes como Walter Silvani y aquel gol que lo inmortalizó en la historia del Pachuca.
El niño hoy hecho hombre que llevará para siempre lo que vivió en sus gradas junto a su padre hoy fallecido. Supo que todas aquellas palabras era parte de una despedida.
Entonces cuando llegó el día del adiós, el Estadio Universitario estaba ya preparado para irse en paz.
Y antes de que los ingenieros ordenaran a los trabajadores oprimir los botones que activarían las dos toneladas de dinamita…
Quisieron preguntarle si gustaba decir unas últimas palabras:
Estuvo a punto de describir a aquella jugada, la que más le había emocionado, la que se llevaba en lo más íntimo de su corazón.
Pero sintió que no era necesario, porque lo más grandioso no era que lo que él se llevaba, ni lo que dejaba en la tierra…
Lo más importante no era lo que había recibido, sino lo que había dado, y eran todos aquellos recuerdos que sus entrañas dejaron en el corazón de tantos personas a lo largo de la décadas.
Entonces los trabajadores oprimieron los botones que activaron la explosión de dos toneladas de dinamita, para echar a volar otras tantas toneladas de concreto.
Una enorme nube de polvo cubrió esa parte de Ciudad Universitaria, a un costado del antiguo Campo Militar.
Acto seguido, un profundo silencio se adueñó del lugar. Se había ido en paz.
Desde entonces habría de esbozar una sonrisa desde el cielo de los estadios, cada vez que alguien recordara alguna vivencia, incluso la más sencilla, como un simple sombrerito o alguna jugada de tacón, vivida en sus entrañas.