A veces cuando veo a Lucho brincar de gusto cuando llegó a casa, pienso:
“Me gustaría que supieras hablar para preguntarte tantas cosas”.
-¿De dónde llegaste aquel día que te vi por primera vez cerca de la avenida Almazán?
-¿En dónde viviste durante tus primeros ocho o nueve años de vida?
¿Cuál era tu nombre?
El hábito de correr cuando aún no amanece nos sumerge en un mundo dentro de otro mundo, gobernado por personas en pantalón corto o pants, playeras ligeras y botes de agua en la cintura.
Personas que cuando se topan se saludan y cada quien sigue su marcha, se conocen de vista, incluso, durante años, sin saber sus nombres, bajo la complicidad de la noche que empieza a escaparse para dejar su lugar al amanecer.
Un mundo donde el tiempo se mide al ritmo del reloj de pulsera, marca Garmin, principalmente, a paso de 6:00, de 5:00, y los más osados debajo de 4:00.
Bajo ese manto, la geografía también adquiere otro sentido y empieza a uno encontrarse referencias según los kilómetros recorridos.
Nadie más que nosotros sabemos que el kilómetro 5 es poco antes de llegar al Puente de Almazán o que los 10 kilómetros se completan en la pista de la avenida Juan Pablo Segundo.
En ese mundo me encontré a Lucho, perrito talla pequeña, muy delgado, con pelaje blanco y manchas negras.
Corría yo junto a las vías del tren que atraviesan debajo del Puente de Almazán rumbo a la pista, en la colonia Residencial Anáhuac.
Lo vi asustado yendo y viniendo de un lado a otro sobre una distancia de unos 200 metros. Se notaba que no conocía la zona.
¿Alguien lo había abandonado ahí?
Lo vi varios días, asustado, empecé a llevarle comida, y cada día cuando veía mi carro salía de no sé dónde ansioso por su sobre, pero no se dejaba atrapar.
Un vecino me dijo que había una joven que también le dejaba comida, y que, igual que yo, llevaba un tiempo intentando rescatarlo.
Un día, con ayuda de unos trabajadores de la construcción, logré agarrarlo con una correa, pero en forcejeo se zafó y estuvo a nada de ser arrollado por la llanta de un carro que pasada por ahí en ese momento.
Hablé por las redes con la joven que había intentado atraparlo, y me dijo que le había puesto por nombre Lucho, seguro por la manera que luchaba por sobrevivir y no dejarse atrapar.
“Se salvó mil veces de ser atropellado”, me dijo. Y era verdad, cada vez que lo veía venir por su ración de comida me estresaba cómo se le atravesaba a los carros y cómo los conductores se detenían para no hacerle daño.
Pero el día llegó. Lo que nadie logró, lo hizo una perrita de una casa vecina. En celo, en busca de la perrita, solía meterse hasta el porche de una casa, donde la dueña me prometió que cuando lo viera adentro le cerraría la puerta para atraparlo, y que me llamaría a mi celular para que pasara por él. Y así, un domingo por la noche me llamó.
Lo pasé a recoger y lo llevé a casa. Donde después de algunos días de rebeldía, se adaptó y paso a paso se fue volviendo el consentido del hogar.
En una visita de reconocimiento, la veterinaria me rebeló su edad, por la dentadura: alrededor de 8 años, hace casi tres años.
¿Dónde estuvo durante todo ese tiempo? ¿Quiénes eran sus dueños? ¿Cuál era su nombre?
La aparición de Lucho pertenece a esos misterios que contiene la madrugada que abraza a quienes la exploran vestidos de pantalón corto, con su Garmin en la muñeca y los botes de agua en la cintura.
