Tristemente el ejercicio de los llamados profesionistas independientes no es tan profesional ni tan independiente. Todos sabemos que, así como hay buenos profesionistas, también los hay malos… muy malos. Pero, todos, buenos y malos, forman colegios, asociaciones, gremios e instituciones que funcionan como una gran “cobija” que los cubre a todos por igual frente a cualquier escándalo o escarnio público que pudiera dañar la reputación de tal o cual institución.
Así, ya sea entre políticos, abogados, médicos, sacerdotes, maestros, periodistas, y hasta padres de familia, suelen cuidarse las espaldas unos a otros en sus respectivos nichos, protegiéndose entre sí y protegiendo a la institución que los agrupa. Pero hay otro aspecto que daña la integridad del ejercicio profesional en cualquiera de sus especialidades: se trata del llamado “clientelismo”, que se define como “La tendencia a favorecer, sin la debida justificación, a determinadas personas, organizaciones, partidos políticos para lograr su apoyo.” (Y por supuesto, para conservar al cliente).
De ahí que el ciudadano se vuelve cliente del político, el demandante o el defendido es cliente del abogado , el paciente es cliente del médico, el alumno es cliente del maestro o de la universidad, el feligrés es cliente del sacerdote y de su iglesia, la audiencia es cliente de periodista y de su medio; etc. Así es como en cada ámbito, el tema es conservar al cliente, y eso se logra cuando los “malos proveedores de servicios” siguen dándole por su lado al “cliente”, diciéndole lo que quiere escuchar, aunque para eso haya que mentirle. Eso se logra también facilitándole la tarea, dándole lo que busca aunque sea en apariencia y aunque eso vaya en detrimento de sus propios procesos: el político se vuelve demagogo, el abogado se vuelve mercenario, el medico se vuelve un fármaco-traficante-proveedor, el sacerdote se vuelve cómplice de los pecados, el maestro o la universidad se vuelve “barco y facilón”, el periodista se vuelve “chayotero y tendencioso…y vaya, hasta los padres de familia, que terminan por ver a sus hijos como “clientes”, terminan siendo sobreprotectores y complacientes. Todo para que no se les vaya el cliente. Y peor es que, si uno de los “buenos” se atreve a denunciar a uno de los “malos” dentro de su gremio, el “bueno” muy probablemente, será tachado de traidor.
Y “todos contentos”… Pero, cuando se manifiestan los resultados de dichas malas prácticas, cuando surge la queja, la demanda, o la consecuencia social del clientelismo; y, cuando el clientelismo pasa su “factura” a la decadencia social, cada gremio se protege entre sí, porque “todos se tapan con la misma cobija” y porque “perro no come perro”. Suele pasarse del esquema en el que “el cliente siempre tiene la razón” a pensar que “el cliente tiene la culpa” y se le amordaza, se le desaparece, se le margina, y el comercio profesional sigue, como si nada, con nuevos clientes que siempre llegarán y seguirán llegando, mientras que malos y buenos ejerzan por igual, en el mercado de las necesidades y los caprichos, movidos por intereses distintos a los valores de su vocación… sirviéndose con la cuchara grande, independientemente de servir al ciudadano, a la justicia, a la salud, a la religión, a la educación, a la información y/o a la formación de la familia. Pero, no todos son iguales… los hay peores. Y al “cliente” de cualquiera de estos servicios, habría que preguntarle, si paga para que le den lo que necesita, o si paga para que le den su chupaleta. O sea: al cliente, lo que pida.