No tengo fiebre. No tengo tos seca. No tengo dificultades para respirar. No he perdido el sentido del olfato. No tengo dolor de pecho. No tengo diarrea. No tengo catarro. Pasé una noche de sueños navideños en familia adornando la casa y participamos en un desfile manejando un carro antiguo. Recordé que cuando se suspendieron las clases de preescolar (a mitad de marzo), Héctor Hugo creyó que eran vacaciones y el momento de sacar de la caja el Pino de Navidad.
Estos tres días de confinamiento he visto a Marco Sebastián gatear y con ganas de caminar. Quiere subir corriendo las escaleras para estar conmigo mientras escribo.
En casa se respira optimismo esperando los resultados del laboratorio. Si salen negativos ¡bendito Dios! Y si son positivos ¡bienvenidos al club! Ya nos faltará uno para completar el equipo de voleibol. Así tomamos lo que estamos atravesando, con optimismo, porque la mente es un contrincante difícil de derrotar, y los niños no pueden vernos ni preocupados, ni nerviosos, ni invadidos en miedo rezando con la Biblia en la mano. Somos católicos y por las noches, cuando ya se durmieron, pedimos a Dios por nosotros y por los amigos y colegas que están en la misma situación.
¿Qué podemos cambiar? Nada, lo que pasó ya pasó. Cierto, salí a trabajar desde que empezó la contingencia consciente de que por un descuido me podía contagiar.
Fui a Monclova, epicentro del contagio en el noreste de México, con Emanuel Suárez; al asilo legal “Luis Elizondo” con Gerardo Ramos y mi hija Andrea Jiménez como fotógrafa de Hora Cero, con un saldo preliminar de 11 residentes fallecidos; al asilo ilegal con Sebastián Estrella; dos veces asistí a la rueda de prensa en Palacio de Gobierno; recorrí durante tres meses mercados rodantes, calles, plazas y centros comerciales, y San Pedro Garza García no una, sino dos, tres o cuatro veces porque en ese municipio empezó esta historia sin fin.
Hoy jueves 11 cumplo, mínimo, una semana contagiado. Y tres días sin pisar la banqueta de mi casa. Mientras estoy escribiendo estas líneas escucho a Héctor Hugo tomar clases virtuales de inglés. Y aprovecho para reconocer la paciencia de mi esposa que, durante tres meses y para mantenerlo atento frente a la pantalla de la computadora, a veces tiene que aplicar llaves de lucha libre. Una buena distracción mientras de un momento a otro recibirá los resultados del laboratorio.