En los años en que la voz de mi madre era brújula moral y oráculo cotidiano, había nombres que no se decían: se reverenciaban. Uno de ellos era el de la Señora Minerva, esposa de Don Jorge Cárdenas González, presidente municipal de Matamoros en aquel 1981 que ya parece doblarse en la niebla del tiempo, pero que aún palpita en los corredores de las casas antiguas y en las bancas de la plaza principal.
De ella hablaban las abuelas como se habla de un rezo que cura, como se mencionan a las mujeres que, sin hacer ruido, sostienen el cielo sobre una ciudad. Porque la Señora Minerva no caminaba: flotaba con la ligereza de las almas antiguas, y por donde pasaba dejaba la sensación de que algo invisible se había acomodado en paz.
Nacida en Monterrey el domingo 22 de abril de 1928, hija de Jesús Fausto Gutiérrez Romo y Esperanza Hernández, Minerva Gutiérrez Hernández de Cárdenas vino al mundo con una gracia que no se enseña, con una templanza que parecía venirle de antes del tiempo. Se casó el 26 de julio de 1952 con el joven Jorge Cárdenas, y juntos no solo fundaron un hogar, sino una estirpe: un árbol que echó raíces hondas en esta tierra salobre, entre el río, el mar y el viento.
Tuvieron ocho hijos, pero tres de ellos —Jorge, Pedro y Emilio— volaron antes que ella, llevándose fragmentos de su corazón. Y sin embargo, ella no se quebró. Lo increíble en ella es que parecía estar hecha de un barro distinto, de ese que el dolor no desmorona, sino fortalece.
Siempre discreta en lo público, la Señora Minerva fue el silencio que guía, la mano que bordaba justicia en lo invisible. En los años del poder municipal, ella no se asomó al balcón para ser vista, pero todos sentían su presencia como se siente la luz que no encandila, pero calienta.
Vivía en presencia de Dios, como dicen las personas mayores cuando quieren explicar lo inexplicable. Y esa fe la sostenía con fuerza cuando las tormentas familiares, políticas o emocionales querían zarandear su alma.
Como dijo su hija Minerva en su lectura de ayer, era como esa metáfora del agua hirviendo: algunos se ablandan como zanahorias, otros se endurecen como huevos. Doña Minerva, en cambio, era como el café: transformaba el agua hirviendo en aroma, en sentido, en alma líquida.
Estimado amigo lector, este lunes, en la Catedral de Nuestra Señora del Refugio, se celebró una misa de cuerpo presente que pareció convocar a todos los ángeles de la ciudad. El templo estaba abarrotado de matamorenses, pero también de memorias, de miradas agradecidas, de pañuelos discretamente alzados. La homilía fue oficiada por el presbítero Alberto Gutiérrez González, sobrino de la señora Minerva, quien viajó desde Sinaloa —donde ejerce su labor pastoral— para despedirla con palabras que parecían dictadas desde un cielo familiar. Su voz, templada como el incienso, tejió con ternura los lazos de sangre y espíritu que unieron a esa gran mujer con su linaje y con su fe.
Entre los asistentes se pudo ver a figuras de la vida política estatal y regional, como el alcalde de Reynosa, Carlos Peña Ortiz, acompañado por su madre, la senadora Maki Ortiz, así como al exdiputado federal Enrique Cárdenas del Avellano, al expresidente municipal de Matamoros Jesús de la Garza, a Salvador Treviño Garza, y a personajes del ámbito social como Roberto Lee, Pepe Soto y varios regidores de Movimiento Ciudadano de Ciudad Victoria. Todos ellos —rostros públicos, sí—, pero por un momento transformados en niños de pueblo, humildes ante la estatura de una mujer verdadera.
Dicen que, en sus últimos días, a los 97 años, la casa olía a albahaca y a pan recién hecho, como si su alma ya se estuviera despidiendo con ternura. A su lado estuvieron Teo, Nena, Ciro Pérez Chávez, Nacho, América, Vicky, Fina, Toño, Dominic y un grupo de enfermeras que no cuidaban un cuerpo, sino custodiaban un legado.
Hablar de Minerva es hablar de una mujer con dones verdaderos: el del consejo, la templanza, la prudencia, la alegría. Pero, sobre todo, el del amor. Amó con la fuerza de quien sabe que el amor no se agota, sino que se multiplica cuando se da.
Querido y dilecto lector, la Señora Minerva falleció el sábado 14 de junio y Matamoros no solo guarda luto: recibe hoy la herencia invisible de su ternura. Porque en esta ciudad, donde tantas veces falta el sentido, la Señora Minerva dejó un rumbo, un perfume, una lección. En tiempos de inmediatez, fue constancia. En un mundo de ruido, fue paz. En una época de sombras, fue —y seguirá siendo— luz de mujer y toda una dama. Descanse en paz.
El tiempo hablará.