A diario, o casi, veo los informes locales y nacionales sobre el avance de la epidemia de Covid 19. Hasta donde puedo, con las limitaciones de la escasez de insumos desinfectantes, me protejo, y a mamá. Yo no puedo permitirme estar absolutamente encerrado. Por más que planee el abasto doméstico, siempre hay cosas que faltan. Debo salir. Y regreso a casa bañándome en cloro, y bañando a lo que acarree. Por fortuna, por ahora, no tengo que preocuparme por los gastos. Hay un ahorro que servirá. A la larga se acabará, pero no importa. Lo he dicho muchas veces: no me asusta la miseria, crecí con ella, la conozco bien, y es más piadosa y feliz que la bonanza.
Un día, cuando empezaba esta crisis, en la sobremesa del desayuno, hablamos mamá y yo sobre el tema. Ella tiene más experiencia que yo en estas contingencias. Ha vivido y sobrevivido a crisis sanitarias y económicas. Admitimos que, esta vez, ambos estamos en riesgo de muerte. Un riesgo real, no estadístico ni resoplado y manipulado por imbéciles en las redes sociales. La edad, las enfermedades que padecemos, nos hacen candidatos muy específicos a no sobrevivir al contagio. Mamá ha pasado momentos duros en su vida. Yo… también. Ambos hemos salido vivos de todos, pero nunca ilesos. Y bueno, reconocimos que esta vez no habría cicatrices.
Extraño a mi hermana, a mi cuñado, a mis sobrinos, a sus parejas, a los nietecillos, a mis parientes (de los que he sido distante pero siempre cercano), a mis amigos, y un par de entrañables desconocidos pero muy queridos (aunque no tomen la misma cerveza que yo ni oigan la misma música… ¿Ultra, Vodka?
¡Ugh!). Mamá es más estoica, más práctica: “Los tengo aquí”, dice, y me reclama que no hay pan dulce para la merienda: Si no se puede controlar lo futuro hay que satisfacer lo inmediato.
Ese día, en esa sobremesa, comprendimos que no podemos cuidarnos a nosotros mismos. Todas las recomendaciones pierden eficacia al abrir la reja del porche. Nuestra defensa es inútil. Afuera, el virus no son los adefesios de fotos con alarmantes bolitas flotantes que difunde el gobierno estatal. El monstruo es más real, camina, saluda, sonríe, y supone que su edad y su salud lo mantendrán a salvo, y además, le valen madre las estadísticas, unas y otras. No sé los demás, pero para mí, para mamá, el virus no es un bichito minúsculo sino un ente que camina, habla, piensa y, eventualmente, poco, pero razona. El virus, lo dije alguna vez y lo reitero, se convierte en nosotros cuando está en nosotros (cualquier virus, hasta el más inocuo).
Luego del desayuno, nos pusimos a organizar papeles. La carpeta funeraria y algunos más. Nos dimos cuenta de que dejaremos un lío a nuestros sobrevivientes por esa mala costumbre familiar de no hacer testamentos. Ni modo… Las notarías también están en cuarentena. Mamá se ríe, yo intento confiar en mis sobrinos (¡en los tres!).
Sé que todos, ilusos, esperan el fin de mes para el final de la cuarentena. López Gatell y De La O han sido claros para los que quieren escuchar. Mamá y yo tendremos que esperar, por lo menos, dos meses más. “Mande a alguien menor”, me dijo la cajera de la farmacia. “Yo soy el menor”, le contesté. Así, dos, o tres, o más meses más, con el monstruo caminando a mi lado dos veces por semana. ¿Se sienten muy seguros, muy valientes? ¡No mamen!
Cuando todo esto pase, si mamá y yo sobrevivimos, les voy a dedicar una entusiasta, profunda y ecuménica mentada de madre. ¡Lo juro!
Si no sobrevivimos… También.