El lunes 30 de junio de 2025, en la calle Alhelíes de Matamoros, amaneció un Oxxo nuevo. Se alzó como un tótem de metal y luz que rasgó el cielo, imponiendo su anuncio alto entre los cables eléctricos que colgaban como lianas de una selva urbana. Desde su cúspide, el flamante letrero parecía vigilar el mundo con un ojo cuadrado, siempre despierto, siempre expectante.
Sus paredes brillaban con un rojo tan intenso que parecía latir, como si en su interior hubiera un corazón mecánico bombeando el pulso de la modernidad. Sus puertas se abrían y cerraban con suspiros de modernidad, ajenas al aire cálido y al olor a tierra mojada que subía de la calle que cuenta la Historia de quienes la han vivido en otros tiempos.
A cometario de mi amigo, el médico Luis Leal, que conoce buena parte de la Historia de Matamoros, más como cronista que como historiador, surgió la idea de esta columna, de añorar tiempos idos y fugaces.
Porque esa calle, mucho antes de los anaqueles ordenados y las pantallas táctiles, fue tierra de “tendajos”. Así les decíamos a las tienditas de barrio, modestas y cálidas, donde quienes nos atendían eran también consejeros, prestamistas y confidentes.
En mi cuadra florecieron cuatro tendajos, cada uno con su propio espíritu:
“Abarrotes Rosly” de Don Arturo Pineda, hombre bonachón, de andar pausado y pasos que crujían suave sobre el piso de cemento pulido. Cuando llegabas, interrumpía su lectura del periódico El Bravo y, sin mirarte, ya sabía qué ibas a comprar. Más de una vez me regaló un chicle motita de menta cuando le llevaba las monedas exactas, y yo sentía que ese regalo era un tratado de amistad silenciosa.
“Abarrotes del Valle” de Doña Pola y su hijo José. Ella era estricta pero generosa, con sus lentes de marco grueso que se deslizaban hasta la punta de la nariz mientras contaba el cambio, siempre dos veces. José, su hijo, tenía la astucia de un comerciante nato. Recuerdo que me sonreía al entregarme los abarrotes que solicitaba, y en nuestras miradas que se cruzaban en la transacción jamás nos imaginamos los Oxxos modernos y el código de barras que vendría a dominar nuestra cuadra.
“Abarrotes El Gladiador” de Locha, mujer de rostro redondo y bondadoso. Su cariño era tan grande como su sabiduría para las cuentas. Tenía un barril vitrolero rebosante de chiles jalapeños verdes y lustrosos, que tomaba con unas pinzas de metal para introducir uno en cada barra de pan francés que vendía. Esa combinación de pan con chile era un hechizo que te hacía sudar de gusto mientras caminabas de regreso a casa. Costaban un peso, pero al final eran dos porque Locha vendía también los refrescos marca Grapette de uva y naranja y eran obligados con este manjar.
“Abarrotes Los Colorines” de Don Lupe, un hombre recto y preciso con los números, de voz grave que imponía respeto. Sus hijos, Martín y Fernando, aprendían a vender con la disciplina de pequeños contadores. Don Lupe vendía garrafones de agua en recipientes de vidrio tan grueso que parecían esmeraldas translúcidas, y cuando mi padre iba a cambiarlos, regresaba con ellos en la mano como si cargara el tiempo líquido del mundo. Costaban diez pesos cada garrafón.
Era tanta la aceptación de estos tendajos que a la calle la bautizaron “El Molecito” o “El Mall de la Jardín”. El sol salía para todos, y la clientela se repartía al azar como se reparten las bendiciones que Dios tiene para cada uno de nosotros. Había días en que Doña Pola me devolvía una moneda de más y, antes de que pudiera protestar, me decía: “Guárdala, mijo, pa’ tu soda de la tarde.” Y yo me sentía dueño de la tarde entera. Fue con Doña Pola la primera vez que use un dólar en la devaluación, en mi infancia me parecía muy curioso que el día anterior lo tomaba a doce pesos, al día siguiente ya eran 26 pesos, para mi una fortuna. Así lo recuerdo.
Otra evocación es los días de auge cuando la maquiladora de la calle Primera vomitaba ríos de obreras en cambio de turno. Venían en tumulto a comprar y cruzaban por el patio de mi casa como si fuera parte del camino público. ¿En qué momento se les ocurrió usarlo de atajo? ¿Y por qué mis padres nunca les dijeron nada? Quizá porque sabían que en el ir y venir de esa multitud latía la vida misma.
Sesudo lector, los años pasaron y los tendajos fueron cerrando sus puertas una a una, como ojos cansados al atardecer. Hoy, frente al Oxxo nuevo, la memoria me aprieta el pecho. Escucho las voces de mis padres que resuenan suaves en el tiempo: “Ve con Locha”, “Ve con Doña Pola”, “Ve con Don Lupe”, “Ve con Don Arturo”. Cada orden era un viaje breve hacia el mundo de los adultos, un rito de paso al que acudía con monedas sudadas en mi mano.
Y es que de manera inexorable la modernidad nos conquista con su brillo de neón, con un cajero o cajera que te pregunta “¿con puntos o sin puntos?” y sus cámaras de seguridad que todo lo ven. Su café de máquina y sus pagos digitales, pero no podrá jamás arrancarnos de la memoria la calidez de los tendajos. Porque ahí, en cada uno de ellos, estaba la certeza de ser vistos, de ser llamados por tu nombre, de escuchar un “gracias, mijo” con voz humana antes de que la modernidad llegara a la calle Alhelíes, una de las calles de mi infancia.
Apreciado lector, hoy, frente al Oxxo, con un poco de imaginación pudiera escuchar las voces de Locha, Doña Pola, José, Don Arturo y Don Lupe como un murmullo suave que se filtra entre el zumbido de los refrigeradores. Porque, repito, la modernidad nos conquista con su brillo de neón y su café de máquina, pero nunca nos arrebatará la memoria de aquellos tendajos, donde no solo se compraba, sino, sin saberlo, se aprendía la vida misma.
Quizá, místicamente cuando la luna baje y toque con su luz fría el anuncio del Oxxo, los fantasmas de aquellos remotos tendajos salgan a rondar la calle Alhelíes. Locha pondrá un chile jalapeño en el pan etéreo, Don Arturo regalará un chicle de menta a las sombras, Doña Pola contará el cambio al viento, y Don Lupe llenará garrafones de luz líquida para alumbrar los sueños de quienes tantas veces les compraron y, como ellos, ya no están.
Querido y dilecto lector, si el Oxxo supiera la Historia que hay bajo su suelo, quizá colocaría una placa conmemorativa dedicada a aquellos tendajos, a sus dueños y a sus vidas humildes y grandiosas. Porque fueron ellos quienes tejieron el alma de la calle Alhelíes y hasta de la misma colonia Jardín en esos años setenta donde el realismo mágico no era literatura, sino la vida misma.
El tiempo hablará.