Era un tiempo y un lugar en el que nada había que hacer al respecto. Manuel y Miguel eran gemelos siameses unidos por el tórax, de ahí que compartían varios órganos vitales, tenían un solo par de pulmones, un corazón un tanto más grande que el de una persona normal, solo dos riñones, un hígado y un mismo estómago. Pero, aunque cada uno tenía sus propios brazos, genitales y piernas. Separarlos era imposible. A pesar de ser “idénticos” en sus rasgos, tenían también personalidades distintas. Su madre había muerto en el parto y su padre los abandonó a la puerta de un convento de monjas cuando Manuel y Miguel eran apenas unos bebés de unos cuantos días de nacidos. Ahí fueron bautizados con sus respectivos nombres.
Al auspicio de las monjas, algunas buenas y otras crueles, Manuel y Miguel crecieron más o menos protegidos, les enseñaron a leer y a escribir; leían mucho y también aprendieron algunos oficios como el cultivo de hortalizas y jardinería. Pero un día recibieron la noticia de que iban a cerrar el convento y las monjas serían trasladadas a otros lugares, por lo que Manuel y Miguel, ya cerca de convertirse en adultos, quedaron a su suerte. Fue así que, al verse en la necesidad de enfrentar al mundo y responsabilizarse de su vida por su cuenta y frente a las dificultades y adversidades de la existencia, sus distintas personalidades comenzaron a manifestarse.
Manuel era resiliente, optimista y positivo. Tenía un gran sentido del humor y una actitud alegre. Su curiosidad por la vida y sus bemoles, sus retos y pruebas lo motivaban. Le gustaba escuchar música y cantar y silbar. Su experiencia en la jardinería y las hortalizas le había despertado un profundo interés en la naturaleza, en las plantas y las curiosidades de los insectos. Para Manuel, la vida era como un estuche de tesoros, misterios y maravillas que no se cansaba de explorar y descubrir.
Miguel era distinto. Era taciturno y propenso a la amargura. Irritable y a veces furibundo. Con frecuencia se sentía triste y solía pensar que la vida era injusta, dura y muchas veces miserable. La vivaz alegría de su gemelo le parecía absurda e insoportable. Para Miguel, la naturaleza era una entidad cruel que les había jugado una mala pasada al haberlos creado como un fenómeno, exponiéndoles sin piedad a la morbosidad y las burlas de la gente. Él hubiera deseado morir junto con su madre en el parto.
Fue así que una noche de invierno, fría y lluviosa, luego de varias semanas de padecer una profunda melancolía, Miguel le informó a Manuel que había decidido suicidarse. – ¿Cómo? ¡No puedes suicidarte! Tú y yo estamos literalmente juntos en esta vida. Debemos cuidarnos el uno al otro. Si tú te matas moriré yo también. -dijo Manuel con angustia y continuó: -He visto que mi interés y gusto por la vida, sea como sea que me haya tocado vivir, es algo que te aturde, te perturba y te es molesta, pero has de saber que, para mí, tu desgano, tu tristeza, esa amargura, ese desprecio y ese disgusto por la vida, también han sido un lastre; y sin embargo sigo adelante, a pesar de estar irremediablemente unido a ti. ¡No tienes derecho a quitarme la vida que me corresponde!
-Lo siento Manuel –dijo Miguel. -Está decidido. Tú tampoco tienes derecho a obligarme a vivir una vida horrenda que me duele, que me lastima, que me aterroriza, me quema y que es para mí una tortura. Me voy a suicidar y te lo informo porque sé de las consecuencias que esta decisión tendrá para ti. Aún no he decidido cuándo y cómo lo haré, pero puedes estar seguro de que encontraré la manera de causarte la menor agonía y el menor dolor posible. Tan pronto decida cómo y cuándo lo haré, te lo diré. Por ahora solo puedo decirte que estoy decidido y que lo haré antes de Navidad.
– Entonces –dijo Manuel- Dame por lo menos el privilegio de expresar mi “última voluntad”. Tengo curiosidad por saber qué harían otros si estuvieran en nuestra situación. Estamos en septiembre; faltan tras meses para Navidad. Publiquemos nuestro caso en el periódico, de seguro abrirá un debate apasionado. Veamos qué opina la gente al respecto de nuestro dilema: Nacimos siameses con órganos vitales compartidos, y a pesar de ser gemelos idénticos, somos dos personas distintas…yo quiero vivir y tú quieres morir. Nos hemos convertido irremediablemente en un lastre el uno para el otro. Quiero saber qué opina la gente. Con suerte y cambias de opinión.
-A mí me importa un bledo lo que la gente opine, -dijo Miguel con su conocida amargura –pero por tratarse de tu última voluntad, voy a acceder a publicar nuestro caso en el periódico. Te advierto hermano, que a mí no me interesa leer opiniones ajenas sobre mi propia tragedia. Y, desde ahora te digo que no voy a cambiar de opinión.
Miguel y Manuel escribieron su historia y explicaron su caso a detalle en el periódico que se publicó con su fotografía. Al poco tiempo comenzaron a llegar decenas, luego cientos y luego miles de cartas de lectores de todos tipos. Cartas de apoyo y de condena para uno y para el otro; argumentos de juicio y de empatía, cartas crueles y otras llenas de compasión, decían que el suicidio de uno sería, inevitablemente, el homicidio del otro, unas dando ánimos y otras invitando a la resignación. Hasta recibieron una propuesta para trabajar en un circo. Pero, hubo una carta que llamó particularmente la atención de los siameses. Era la carta de un médico que firmaba con el pseudónimo de “el picahielos”, que hacía investigaciones en los albores de la neurocirugía y realizaba experimentos y estudios el cerebro, la mente y la psicología de las personas.
El Doctor Picahielo se había ganado ese mote por todas las lobotomías que había practicado y les ofrecía una alternativa interesante: morir en vida. En su carta, les proponía a los gemelos siameses practicarle una especie de lobotomía extrema a Miguel garantizándole que eso terminaría para siempre con su dolor existencial. “-la lobotomía es un procedimiento valioso y humano que reduce el dolor debilitando las reacciones emocionales de los pacientes. E incluso abogaba que la técnica podía hacer al paciente pueril, apagado, apático, con poca capacidad para cualquier experiencia emocional.”- decía el médico en su carta. “y de ese modo, -continuaba- Miguel ya no sufrirá y Manuel podrá seguir viviendo su vida felizmente. Es un gana-gana”..-Concluyó proporcionándoles su dirección y ofreciendo realizar el procedimiento de forma gratuita ya que, por tratarse de un caso único y sin precedente, se haría en el anfiteatro de la escuela de medicina, donde el médico era maestro de neurología.
La propuesta de “El picahielos” parecía interesante. Después de todo, era la más justa para ambos gemelos, así que aceptaron y acudieron al lugar donde se someterían al procedimiento. El Picahielos se sorprendió al ver a aquellos dos jóvenes unidos por el tórax. Eran ellos idénticos en sus facciones y al mismo tiempo tan distintos en su sentir. Los prepararon para la cirugía, aunque solo Miguel sería operado, era necesario dormir a los dos. Así, los sometieron a anestesia, y el médico procedió a desconectar el lóbulo frontal de solo uno de ellos, mientras en voz alta, explicaba las peculiaridades del caso a cientos de discípulos que observaban absortos la intervención en aquella sala abarrotada.
Pasaron algunas horas en recuperación luego de que se disiparon los efectos de la anestesia. Los otrora gemelos siameses idénticos ya no se parecían en nada. Uno tenía la mirada perdida en el vacío, el rostro sin expresión alguna, sin alma y sin emociones, sin voluntad, ausente y con la boca entreabierta por donde chorreaba un hilo de baba espesa y viscosa. El otro, quien tenía la mirada quebrada y triste dijo: – Doctor, evidentemente hubo un error; era a mí a quien tendrían que haberle hecho el procedimiento no a Manuel. Nuestro parecido físico debe haberlos confundido. Pero aun así se lo agradezco. Yo soy Miguel y ahora ya podré suicidarme sin que mi hermano se oponga y sin que eso sea injusto para mi hermano.
Unos días antes de Navidad, Miguel sacó del cajón una pistola que había adquirido. Tenía solo dos balas: una para Manuel y la otra para él. El doctor Picahielos decidió no volver a hablar del caso. Siempre quedó con la duda de que Miguel hubiese firmado el consentimiento para la cirugía con el nombre de su hermano; pero ya era inútil averiguarlo. Solo hizo los trámites para que la universidad conservara los restos para su exhibición y estudio en aras de la ciencia.
Fin.