Este 2020 ha sido un mal año.
En los primeros días de enero, el mundo se sacudió con el asesinato de un general iraquí, en territorio de Irán, por un dron de Estados Unidos. Se presagiaba la guerra mundial. Días después, en una escuela de Torreón, Coahuila, un chaval asesinó a una maestra y después se dio un tiro.
Se vinieron, luego, en cascada los feminicidios de alto impacto: en febrero asesinaron a la pequeña Fátima, en el Estado de México; luego se reveló el crimen horrendo de Ingrid, apuñalada y desollada por su pareja en CDMX.
La paciencia de las mujeres estalló. Vinieron la marcha mundial de ellas el 8 de marzo y, al día siguiente, su huelga generalizada en todo México. El mundo entero entendió que las mujeres enfadadas adquieren una velocidad de bólido irresistible.
Todo eso, cuando el año aún no se había cumplido el primer trimestre.
Marzo es el mes del coronavirus, al menos para México. La epidemia del Covid 19 fue boletinada mundialmente desde enero y, días después encendió las alertas por nuestras tierras, aunque hasta hace apenas unas semanas sonó la alarma generalizada.
Ahora, en nuestras calles se observan imágenes inéditas del apocalipsis. Las calles están vacías. Los viejos no recordamos escenas similares, en una cotidianeidad, como la que nos había tocado, marcada por el ruido y los tumultos. Siempre hemos querido hacer alboroto porque el silencio nos intimida. Si acaso, el antecedente más remoto fue el de la influenza, que también azotó el mundo hace poco más de una década. Ahora nos toca callar.
La gente permanece en sus casas. Vivo en tiempos del Antiguo Testamento. Como en el Éxodo, creo que voy a pintar el dintel de la puerta con sangre de cordero, para evitar que entre el ángel exterminador, en su forma microscópica viral mutante. El enemigo es invisible y, por lo mismo, más aterrador. No se le puede combatir con espadas, ni balas. Un simple estornudo puede ser una sentencia de muerte. Por eso, decido no ver a mis padres, no puedo aproximarme por temor de llevarles la malaria. A mis amigos los saludo de lejos. A los que acceden a la tecnología, los que aprendieron maroma nueva, los veo por dispositivos electrónicos. Cuando encuentro a alguno por casualidad, nos reconocemos chocando el codo. Antes nos quebrábamos las vértebras con abrazos afectuosos, y ahora no podemos ni tocarnos. Salgo a la calle con precauciones. Los cavernícolas se metían a la selva a cazar mamuts, armados con escudos y jabalinas. Yo entro al supermercado armado con guantes de látex, temeroso de tocar un carrito contaminado.
Antes de que el bicho procedente de China inundara nuestros espacios, el toque de queda lo habían impuesto los criminales, que se adueñaron tan frescos del país. Recordemos que no hace mucho, nos enclaustraron para que no nos cruzáramos en la trayectoria de una de esas balas que llovieron sobre todas las ciudades, en los tiempos aciagos de la guerra contra el narco. Junto a la violencia que nos han impuesto los enemigos públicos, nos llega otro tipo de agresión, esta biológica. Supongo que, en una lógica incomprensible para el hombre, accesible solo para los dioses de los elementos, el planeta se defiende, como un animal de panza acuática y lomo industrializado, revolviéndose rejoneado, por tantas barbaridades que la humanidad le ha infligido.
Parece que el planeta ha activado su propio antiviral, para depurarse. No aludo ninguna razón científica. Lo digo porque de corazón quiero creerlo.
Las señales que veo me hacen suponer que se está terminando una época. Ya lo suponía, cuando arreció la matanza ocasionada por la escalada irrefrenable de las organizaciones criminales en México. Se apropiaron de la ciudadanía, presa inerme, y le chuparon la sangre hasta dejarla seca.
Yo pensaba que el mundo había entrado en un tobogán de decadencia, aniquilándose.
Con la irrupción de una plaga infecciosa que está haciendo estragos en la demografía global, pienso en esos cataclismos que provocaron la decadencia de las grandes culturas antiguas, como la maya, la egipcia, la romana. Algunas civilizaciones desaparecieron inexplicablemente, erradicadas por causas que aún son estudiadas. Otras fueron absorbidas por otras más poderosas. Creo que la nuestra ha implosionado. Lo que nos pasa es un estallido que nos está consumiendo como especie. Pasó hace milenios, según lo que describe el Génesis, con el diluvio universal, que acabó con la humanidad. Dios dictaminó el exterminio total de gente pecadora y disipada. Sólo se salvaron algunos píos, que eran del agrado del gran juzgador, muy sanguinario y poco piadoso. Quizás el aguacero tremendo no fue solo una leyenda que se traspasó entre generaciones, en forma de palabra divina, y en verdad el planeta purgó sus excrecencias para imponer un nuevo orden.
Tal vez el virus que nos preocupa es la hecatombe nueva, que nos llega por causas naturales, cuando se inicia el nuevo milenio. Es nuestra condena. Nos fue dada la capacidad de decidir y, como especie, tomamos decisiones equivocadas. Entre la ansiedad y la incertidumbre, nos ahogamos en las terribles consecuencias de nuestros actos con los que, sin saberlo, nos hemos saboteado, para aniquilarnos. En los próximos meses veremos, en base a estadísticas, si la gran peste virulenta nos provocó una sicosis colectiva por puro miedo o si realmente diezmó significativamente a la población.
Percibo que la humanidad entró, desde hace un par de décadas, en una etapa de descomposición y que, de alguna forma extraña, la pandemia significa el fin de algo y un nuevo inicio hacia un porvenir misterioso, pero necesariamente mejor.
Pese a las señales ominosas, veo el futuro con esperanza. Quiero pensar que el sistema existencial en el que estamos se está reiniciando, porque anhelo un nuevo principio. Me aterra suponer que la crisis moral en la que hemos estado en estos lustros recientes, se prolongue hasta alcanzar a los niños de ahora, que no merecen seguir caminando sobre los cadáveres que hemos dejado en esta generación que fenece. Estamos superándonos, sobreviviendo a nosotros mismos y pese a nuestras pifias inexcusables. Aunque lo hacemos con la boca cubierta por una mascarilla sanitaria, como si la humanidad quisiera cubrir su rostro por la vergüenza que le provoca el reconocido comportamiento catastróficamente errático.
Pienso mucho en Benedetti cuando dice que el pesimista es un optimista bien informado. Pero también recurro a la Paradoja de Stockdale, aquel prisionero de guerra de Vietnam sobreviviente, que señala que, contrario a lo que se supone, el exceso de optimismo es pernicioso. Muchos de sus camaradas esperanzados sucumbieron cuando se les acabó la fe. Demasiado optimismo conduce a la frustración, concluye. Por eso hay que ver las dificultades con honestidad, suponiendo que el camino es escabroso, aunque pensando que puede ser posible alcanzar la meta. La historia nos enseña que junto con la delicadeza inherente a la sensibilidad, tenemos que tener un espíritu fuerte. Muy pocos artistas sobrevivieron en los campos de concentración de Auschwitz.
Hoy me muevo hacia la ingenuidad. Soy de los tontos que cree en el karma. Estoy convencido de las leyes irracionales del universo, que le dan la ventaja al amor y a la bonhomía. Creo en el resultado del trabajo duro, en los réditos que dejan la inversión del talento y el sudor. Estoy de acuerdo con Whitman, cuando dice que una vaca paciendo cabizbaja supera todas las estatuas.
Tal vez tendremos que arar sobre las ruinas, como lo anticipó Serrat, llorando ante su padre, pero creo que emergeremos nuevos. No me tocará verlo, pero siento que estas pruebas dolorosas harán que todo se depure, incluso el espíritu colectivo, esa fuerza invisible que extiende su vitalidad sobre la biosfera, haciendo que mejoremos como especie. Ya se ha hecho. La humanidad ha sobrevivido a grandes catástrofes naturales y bélicas. Todo apunta a que problemas como este necesitan soluciones de políticas mundiales. Probablemente, en un futuro los presidentes podrán ponerse de acuerdo para funcionar en una misma liga y bajo un liderazgo, que conjunte a las naciones en un gran acuerdo que las haga trabajar como una sola.
Hoy dormiré pensando que la pandemia pasará y que pronto será un recuerdo. Hesse lo anticipó, hace un siglo, al asegurar que el que quiere nacer debe primero destruir un mundo.
Creo que el mundo, como lo conocemos, se acabará y emergerá uno mucho mejor, más iluminado.
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