La palabra familia ha entrado en un ciclo revolucionario de definiciones que a últimas fechas siguen causando una gran confusión en la sociedad. Sus significados se manosean al gusto de cada quien, y quienes defendemos el núcleo tradicional de padres e hijos somos vistos como anticuados, desfasados, anquilosados y fuera de onda.
Los modernistas o progresistas que alientan otra concepción de la familia quieren imponer a toda costa una apertura total del término, y que familia abarque las uniones civiles entre homosexuales inclusive con adopción de hijos. Y están tercos en que las iglesias enmienden la plana a Cristo quien sentenció que el matrimonio religioso es para toda la vida por lo cual los esposos deben saber que serán el uno para la otra “hasta la muerte los separe”.
Ahora esos modernistas y progresistas alegan que debe decirse “hasta que la muerte del amor los separe”, echando mano de todos los recursos para jamás buscar la reconciliación en los momentos difíciles de la pareja e inclusive para no tomar en cuenta el sentimiento de los hijos a la hora de utilizarlos como moneda de cambio o arma de chantaje a la hora de la separación, sin luchar como seres racionales por salvar su matrimonio.
Sin embargo, todavía es mayoría la gente que sostiene que es en la familia donde se beben los valores esenciales para encauzar a los hijos por los valores esenciales que hacen de este mundo un mejor lugar para vivir y convivir, y que apalanquen a la sociedad en los principios de rectitud y solidaridad fraterna. Y por eso los estudios sociológicos siguen atribuyendo la gravedad de los delitos de hoy a la desintegración familiar y al abandono del principal deber de los padres que es educar a sus hijos. Ahí es donde incide la falla de hoy: en la educación que se mama desde el hogar y en la disciplina que se inculca desde los primeros años.
De ahí que se siga enfatizando con fuerza el mensaje del Papa Francisco durante su histórica visita a nuestro país. “Prefiero una familia herida, que intenta todos los días conjugar el amor, a una familia y sociedad enferma por el encierro o la comodidad del miedo a amar. Prefiero una familia que una y otra vez intenta volver a empezar, a una familia y sociedad narcisista y obsesionada por el lujo y el confort”.
Sí, vale seguir reflexionando en un texto tan determinante no sólo para los creyentes cristianos sino para cualquier ser humano de buena voluntad.
“Prefiero una familia con rostro cansado por la entrega, a familias con rostros maquillados que no han sabido de ternura y compasión. Prefiero a un hombre y a una mujer con el rostro arrugado por las luchas de todos los días, que después de 50 años se siguen amando”.
Cada quien su concepción de familia. Después de todo vivimos en un mundo de libertades y de libertinajes inclusive. Pero queda claro que la fidelidad a un amor que no siempre es fácil, rinde mucho más frutos a la comunidad que la claudicación a esa promesa de verse como debe ser en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, así como velar por el bienestar de los hijos y su salud en todos los órdenes de la vida a fin de que sepan construir su futuro sobre bases firmes y no sobre los endebles ladrillos en que se basan la frustración social, el pandillerismo, la delincuencia y el daño a los demás por cualquier vía intencional.
La familia debe seguir de pie.
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