La teoría de Einstein respecto a la relatividad del tiempo se interpreta aquí para analizar qué sienten las y los ciudadanos en relación a la rapidez o lentitud con que se consumen los sexenios gubernamentales.
¿Por qué nos queda la sensación de que el tiempo de Enrique Peña Nieto transcurrió muy rápido, o muy lento según se le padezca y que, de cierta forma, sorprenda que sólo le queden poco más de dos meses para concluirlo?
¿Y por qué el sexenio de Egidio Torre al frente de Tamaulipas se nos hizo interminable, y continuamente nos preguntábamos cuándo terminaría?
Algo similar está ocurriendo con el sexenio de García Cabeza de Vaca, va tan lento, que apenas hace unos días alguien comentaba en tono sarcástico: “despreocúpense, aún faltan cuatro años…”.
Esta sensación de lentitud o rapidez va en relación directa a los efectos que causa un gobierno u otro en los ciudadanos de a pie, decía Einstein no es lo mismo sentir el paso del tiempo viajando en un automóvil, que quien ve pasar el vehículo a su lado, la relatividad del tiempo se percibe de manera distinta, según donde estés.
Mientras a Peña Nieto lo percibimos tan lejano a nuestra realidad que ni atención le ponemos, esto no quiere decir que pasemos por alto su alto nivel de corrupción, incluida la de su familia, la impunidad, inseguridad, violencia, asesinatos, desapariciones, que suman más de 22 mil durante este sexenio; pero su gobierno termina y sentimos que pasó rápido.
El asunto más bien tiene que ver en que nos duele más la carne, esto es, nos afectan las decisiones o las indecisiones del gobierno del estado, su parálisis o su acción nos llega sin tapujos, nos agarra y nos sacude, y deseamos día a día que el tormento termine.
Así es como se sintió el gobierno egidista, un hombre que nunca pudo controlar el destino del estado, se la pasó la mayor parte de los seis años sin una clara definición de para qué aceptó la encomienda después del asesinato de su hermano Rodolfo. Una decisión que a la vuelta de los años nos hace constatar que el sentimentalismo popular no es buen consejero cuando se trata de elegir quién encabece un programa de gobierno cuando el titular fallece.
Tampoco lo es quitarse la sospecha de encima ante la responsabilidad por el crimen, regalándole una beca muy bien pagada, pero no justificada, por seis años, a un familiar directo del muerto, como lo hizo Eugenio Hernández.
Haciendo una retrospectiva me gusta recordar el gobierno de Américo Villarreal, un señor educado que cumplió como tal al frente de Tamaulipas, luego llegó el tempestuoso Manuel Cavazos, pero cumplió, ejerció el poder y hubo beneficios para el estado y la gente.
Posteriormente Tomás Yarrington, especialmente los primeros cuatro años de su administración se notó que llevaba el timón, luego lo soltó, con las consecuencias que todos conocemos. Hasta aquí el tiempo transcurría suave y no lo resentíamos al grado de querer que terminara ya el sexenio (dejó 600 millones de deuda).
Pero le tocó el turno a Eugenio Hernández, lo que recuerdo es lo divertido que se la pasó durante los seis años, mientras las y los ciudadanos observábamos los errores y su ambición (dejó 17 mil millones de deuda), que ya queríamos que se fuera, el resultado final es parecido a lo que le sucedió a Tomás.
Egidio fue el caos, cuando se vino a dar cuenta para qué había llegado ahí (dejó otros 16 mil millones de deuda) era demasiado tarde para las y los tamaulipecos. Al final nos cayó gordo hasta su interés en salir en todas las fotos sonriendo, y no nos quitó el mal sabor de boca de seis años perdidos que se nos antojaron eternos.
Perdón, escribí “seis” años perdidos. No, creo que son 20 (dos de Tomás, doce de Eugenio y Egidio) y dos de la actual administración estatal donde lo más significativo es un gobierno ausente de la vida pública de Tamaulipas.
Alguien se preguntaba con motivo del segundo informe de gobierno, si Tamaulipas resistirá otros cuatro años de un gobernador ausente, tal vez sí, pero lo sentiremos como una lápida de diez años.
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