Escribir de política requiere de oxigenación para no cansar a las audiencias, pocas o muchas, que tienen la amabilidad de leer la presente columna; incluso es emocionalmente cansado porque a quererlo o no las letras tocan vidas y la reacción de los aludidos es una apuesta existencial, puede que no pase nada o puede pasarlo todo. Lo éticamente justo es no tocar los espacios personales e íntimos de las figuras públicas en el entendido de que todos tenemos claroscuros y secretos. Como analistas o periodistas nos toca desglosar la vida pública de los servidores públicos. Más de eso es vil diatriba o vulgar chisme.
El morbo es un buen mercado para los periodistas de moral dudosa que son propensos de manera casi exclusiva a la nota estridente e invasiva en las vidas de los protagonistas de la política. Sembradores de odio y mercaderes de la mentira que cuando no mancha tizna. Suena a letanía mañanera pero es una verdad de Perogrullo. Después de esta breve pontificación moral te aviso, sesudo lector, que hoy no abordaré el tema político por motivos precisamente de oxigenación.
Estoy sentado frente a mi computadora, admirando cómo este aparato de teclas revolucionó el mundo. Desconozco los términos propios de lo que implica toda una computadora a la que los españoles la llaman servidor. Casi que me lleva a exclamar de manera frenética y sin miedo a equivocarme que difícilmente concibo mi vida sin ella. En ella leo, escribo y me comunico con mis seres queridos de manera cotidiana.
Mi deducción: No es que esté enamorado del aparato per se, sino de lo que implica en mi vida presente. Ésta computadora es el medio que facilita una infinidad de acciones que me conectan a otros mundos, me facilita todo, debo decir absolutamente todo. Te doy un ejemplo. En mi casa, como en muchas otras casas de personas de mi generación, hay unos muebles que pueden resultarnos antiquísimos que se llaman libreros en donde paseo mi vista y veo libros, enciclopedias ya sin uso; la misma palabra enciclopedia me resulta arrolladoramente anacrónica.
Veo colección de libros que fueron muy requeridos en mi niñez tales como “Historia Universal”, “El Nuevo Tesoro de la Juventud”, el diccionario “Uteha”, “México a través de los siglos”, “Enciclopedia autodidactica Quillet”, “Mis primeros conocimientos” y “La Nueva enciclopedia Temática”. Ufffff, ¡Qué tiempos ya idos! Yo que viví la gloria de consultar todos esos libros en las múltiples tareas que me encargaban, que subí y bajé, y volví a subir tantos libros, hoy la modernidad y la comodidad práctica que nos proporciona me hacen prácticamente colocar en el más rotundo de los olvidos esos bloques de hojas que además de ilustrarme me ejercitaban el cuerpo.
La computadora es una maravilla, independientemente de los posibles imprevistos, tales como que se vaya la luz sin haber salvado un extenso trabajo, o que se vaya el servicio de wifi de internet. Contemplo con nostalgia la evolución de las bodegas del conocimiento de nuestra raza humana, primero el papiro, después el pergamino, la hoja de papel y ahora la nube virtual; vaya que viéndolo con detenimiento es asombroso sentir el vértigo y la velocidad de la modernidad.
Querido y dilecto lector, siempre he abogado frente a mis hijos que no perdamos la capacidad de asombro frente a las cosas que la vida nos pone en frente, desde lo más sofisticado hasta lo más simple, todo tiene un valor. Te lo digo porque mientras te escribo las maravillas de la computadora, una pluma “BIC” color azul me observa desde la comodidad de un libro rayado, con la que tomo apuntes en un cuaderno “Scribe”, y otra vez la nostalgia del recuerdo me fustiga mis nuevos hábitos.
Queriendo compensar el agravio, descubro que, como bien dice Irene Vallejo en su libro “El Infinito en un junco”, sigo perteneciendo a la era del bolígrafo, invento genial del periodista húngaro Ladislao Biro que originalmente lo llamaba “Instrumento para escribir a punta esférica loca”. Cuentan que Ladislao, a quien le decían Lázló, se le ocurrió la idea básica, fabricar un nuevo instrumento de escritura con una bola de metal dura dentro de un hueco, mientras observaba a unos niños jugar con la pelota. De ahí descienden las plumas que hoy en día usamos sin asombrarnos por la vida que nos facilitan.
Descubro que soy feliz con mi pluma BIC y mi cuaderno en espiral Scribe, pues hicieron más espléndida mi infancia y en mi adultez se han sabido llevar bien con la computadora. Sigamos asombrándonos con todo y con nada. Bendita oxigenación de la política.
El tiempo hablará.