Había estudiado el magisterio porque quiso ser maestro, aunque no recuerdo si alguna vez ejerció la docencia. Pero un día, en los primeros años de los ochenta, se plantó en las puertas del ahora viejo Diario de Monterrey para pedir trabajo de corrector.
Desde su casa, Ramón Rodríguez Reyna caminó unas cuantas cuadras entre la populosa colonia Independencia y atravesó a pie la avenida Garza Sada. Años atrás, Multimedios Estrellas de Oro sacaba a la calle el primer ejemplar matutino de El Diario, una nueva oferta periodística en la capital de Monterrey.
Pese a nunca haber pisado una escuela de periodismo, Ramón quiso probar suerte en un periódico empezando como corrector porque alguna vez tuvo en sus manos las páginas del rotativo con errores ortográficos, pero su sueño era pertenecer a la redacción como reportero.
Quizá sin proponérselo, se convirtió en uno de los últimos periodistas de los llamados empíricos, aquellos que se ganarían a pulso un espacio sentado en una silla, frente a una máquina de escribir y junto a un montón de hojas en blanco.
Con extrema delgadez y de tez morena, para los reporteros no fue difícil identificar a un nuevo integrante del grupo de reporteros que, con libreta y grabadora en mano, recorrían las oficinas que generaban información para los diarios, televisoras y estaciones de radio.
El Diario creyó en Ramón y Ramón correspondió a la confianza de sus jefes y compañeros de la redacción, entre ellos Vico Canales. Jorge Villegas sería el primero de los directores editoriales quien siempre creyeron que ese flacucho reportero llegaría tan lejos como fueran sus sueños.
A partir de 1981 ó 1982, cuando Ramón se integró a este gremio, fue recibido como si fuera uno más de los egresados de comunicación y periodismo de la Universidad Autónoma de Nuevo León o la Universidad Regiomontana, que en esos tiempos surtían en abundancia a los medios de comunicación de Monterrey.
Con el transcurrir del tiempo pasó de ser reportero a un periodista, una categoría a la que no cualquiera llega caminando cuesta arriba. En 1991 fue contratado como el primer corresponsal internacional de largo alcance originario de Monterrey, al ser reclutado por la agencia Notimex. Debutó en McAllen, Texas.
Pero esa primera experiencia no terminaría en el Valle de Texas. Demostró a su empresa que sus planes eran serios, y si un día había dejado atrás –con gran nostalgia– sus andanzas y se despidió de sus amigos, era porque su futuro profesional no terminaría cruzando el Río Bravo.
De McAllen fue transferido a San Antonio, Texas, y cuando ya dominaba las fuentes informativas con interés para México y Latinoamérica, un día recibió la noticia desde las oficinas centrales de Notimex en la Ciudad de México: “Te vas de corresponsal a Washington D.C.”.
En la capital de Estados Unidos y en el ombligo diplomático del mundo, estuvo acreditado cuatro años como corresponsal internacional en la Casa Blanca, en la Organización de Estados Americanos (OEA) y perteneció al prestigiado Club Internacional de Prensa.
Aunque para muchos era extraño escuchar de sus labios la nostalgia que sintió alejarse primero de la frontera mexicana (McAllen) y posteriormente de San Antonio –localizada a 500 kilómetros de Monterrey–, no era raro su espíritu de trotamundo pues, desde joven, recorría el país acompañando a un tío trailero y –faceta que pocos conocen–, como parte de la caravana de un cómico que después sería famoso a nivel latinoamericano: Roberto Gómez Bolaños, “El Chavo del 8”.
Si una cualidad etiqueta a Ramón, es que es un constructor incansable de amistades: Fili, Tere, Cobos, Undiano, Maru, Irma Idalia, Alma Leticia, Sotero, Roldán, Alejandro, Mónica, Liliana, Norma, Silvia Lydia, Luis Angel, Gaby, Toño, Sanjuana, Gerardo, Santiago, Erick, Paco, Mirna, Miguel Angel, Agustín y quien escribe, entre muchos otros, son la mejor prueba.
Eran épocas cuando la mayoría de esa generación, salvo los “ricos” que trabajaban en El Norte, no podíamos aspirar a tomar ni siquiera un día de vacaciones en Estados Unidos y mucho menos convertir nuestro raquítico sueldo en dólares.
Por eso la oportunidad de tener a Ramón viviendo en Estados Unidos, aunque fuera en McAllen (bromeábamos algunos), nos daba la oportunidad de concretar ese sueño de efímero turista en el vecino país, hospedados –claro gratis– en su casa que él bautizó como “el pequeño consulado de Monterrey en McAllen”. Y luego trasladado a San Antonio.
Dos veces lo vi o escuché realmente triste: una cuando falleció de manera repentina José María “Chema” Alanís, un 24 de diciembre, un periodista de gran trayectoria, el mismo que lo había recomendado para pertenecer a ese selecto grupo de corresponsales de Notimex.
La otra ocasión fue cuando nos dieron la inesperada noticia de la muerte de Roberto “Boby” Mora, integrante de esa hermandad que puede llenar fácilmente, con anécdotas, un entero capítulo de enciclopedia reciente del periodismo de Nuevo León.
Con el paso del tiempo, radicado en Washington y luego en Miami, por fin concretó su matrimonio con Mary, su compañera en las noches de desvelo cuando entre amigos, copas y carcajadas escuchando las mismas historias, lo menos importante era ver las mancillas del reloj.
Ramón también se convirtió, como lo ha sido hasta estos días, en un réferi neutral cuando los amigos empezaron a dejar de serlo; cuando las aureolas entre periodistas empezaron a chocar; cuando los divorcios empezaron a no ser ajenos entre periodistas. Y cuando un nuevo trabajo, los problemas o prioridades de cada uno fueron distanciando al grupo.
Ahora se encuentra muy lejos de Monterrey extrañando su queso en salsa por las mañanas; los viajes en autobús recorriendo su querido México; las travesías y las coberturas por carretera con escasos recursos cuando era reportero en El Diario, el ABC y Canal 28; las noches de juerga escuchando a sus Angeles Negros, Leo Dan y Camilo Sesto.
Seguramente tampoco ha olvidado sus viajes a Europa para visitar a amigos que vivieron en España e Italia, pero sobre todo la bochornosa anécdota cuando llegó a Estocolmo, Suecia, queriendo comprar un disco de su adorado cuarteto Abba, pero grabado en su idioma original.
“Disculpe pero ellos nunca cantaron en sueco, sólo en inglés”, respondió un vendedor de una tienda.
Y si algún pasaje de su vida como reportero en Monterrey está grabada en la mente de sus amigos, fue cuando llegó a un almuerzo con el entonces gobernador de Nuevo León, Jorge Treviño Martínez, sin poder disimular que la noche anterior estuvo en una fiesta de Halloween; Ramón asistió a la cita todavía con el maquillaje de Drácula.
La vida de Ramón ha sido única como pocas. Y estoy seguro que un día él quiere que sus mismos recuerdos y sus anécdotas nos reencuentren como en los viejos tiempos hasta la cinco, seis o siete de la mañana: “No pasa nada… De aquí nos vamos cada uno al trabajo”.
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