México, D.F. / Mayo 2.-
Había violado las leyes. No merecería la cárcel, pero sí una multa por pasear por las calles con vestimentas inapropiadas y provocar manifestaciones prohibidas. Sin embargo, el presidente José López Portillo salió en su defensa: “Yo pago la multa”. El Papa Juan Pablo II había sido el infractor de esta historia en enero de 1979, durante su primera visita a México.
Había violado las leyes, porque en el país estaba prohibido andar por las calles con hábitos religiosos y realizar cualquier manifestación pública de fe. El Sumo Pontífice rompió las normas que provenían de los principios revolucionarios, pero de manera especial, de la Guerra Cristera entre 1926 y 1929.
Las leyes fueron rebasadas y se impuso la realidad. Durante casi siete días de visita a México se movilizaron 20 millones de personas en actos públicos para encontrarse con el Santo Padre, quien hacía tres meses había asumido su pontificado. El objetivo del Papa en ese entonces era asistir a la tercera conferencia del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) que se llevaría a cabo en Puebla.
Para los especialistas en religión, el desbordamiento del pueblo mexicano en expresiones de fe demostraron a los políticos que esas leyes habían quedado obsoletas.
“Su presencia echa por tierra versiones que señalaban que la visita del Papa develaría el anticlericalismo y la decadencia de la iglesia”, dice Jorge Traslosheros, del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.
“La comunión tan especial entre Juan Pablo II y los mexicanos cimbró al sistema político mexicano”, comentó Bernardo Barranco.
México se convulsionaba. Para los investigadores la década de los 80 y su cambio en la cultura política provocó varias modificaciones importantes en la relación iglesia-Estado. En 1988, Carlos Salinas gana la Presidencia en medio de versiones que acusan un fraude.
La falta de legitimidad, dice Barranco, obliga a Salinas de Gortari a apurar el acercamiento con la Iglesia previo a la segunda visita a México de Juan Pablo II en 1990. México y la Santa Sede todavía no tenían relaciones diplomáticas, pero el Santo Padre fue recibido en tierra azteca como el líder universal de la Iglesia católica.
En 1992 se establecen relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, luego de que las reformas al artículo 130 de la Constitución y la entrada en vigor de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público en ese mismo año, reconocían la personalidad jurídica de las asociaciones religiosas.
Fue el presidente Zedillo quien invitaría al pontífice por primera vez en su calidad de jefe de Estado. Esa fue la cuarta visita del Papa, recordada por su inolvidable presencia en el Estadio Azteca, pero sobre todo por la proclamación que hizo en el Cerro de Tepeyac a su virgen morena para elevarla como la reina de toda América.
Para 2000, el cambio de partido en el gobierno trajo un mayor acercamiento con la Santa Sede, debido a que Vicente Fox habría ganado las elecciones por el Partido Acción Nacional (PAN), muy cercano a la Organización Demócrata Cristiana de América.
Apenas había descendido del avión de la aerolínea TACA, el 30 de julio de 2002, y el presiente Vicente Fox se inclinaba para besar el anillo papal de Juan Pablo II en su quinta y última visita a México. Sólo llevaba dos años como presidente y ya los escándalos minaban la popularidad obtenida al derrotar al Partido Revolucionario Institucional (PRI).
La fervorosa recepción arrancó simpatías, pero también duras criticas, ya que Fox ignoró lo dispuesto en la Constitución sobre la separación entre Iglesia y Estado. Esto nunca lo intimidó. Durante su mandato siempre defendió su formación religiosa y lo refrendaba al rematar sus discursos públicos con: “Que Dios los bendiga”.