Los millones de aspirantes a futbolistas profesionales en el mundo sueñan con el dinero, la posesión de bienes únicos de los ricos, la fama y la atracción de las masas. Se hacen ilusiones de jugar en una cancha de primera, pero para gozar la buena vida en el planeta. Su aspiración es ser admirados (as) por las multitudes que se entregan fanáticamente a las figuras que consagran para su idolatría. Y juegan en su mente a que algún día serán materia de elección entre los medios informativos para entrevistas, reportajes, seguimiento de su carrera y proyección de su estilo de juego y de sus logros.
Millones en el mundo de estos soñadores (as) se quedarán en el camino. Otros millones terminarán por entender que su destino no está solamente en echarle ganas para llegar a donde pusieron sus metas. Y otros millones comprobarán que el recurso del pensamiento mágico que te dice “si no sueñas, no alcanzarás tus sueños”, es puro rollo. Porque verán que quienes se hicieron profesionales en las canchas solamente fueron los privilegiados por sus relaciones en el ámbito profesional del futbol o a veces por la corrupción en el entramado de directivos, cuerpos técnicos, representantes o promotores de mucha influencia e inclusive colusión de periodistas de cierto peso. Y pocos profesionales podrán decir que fueron sus méritos propios y sus cualidades innatas para entrar por la vía personal a la puerta que se abrió de par en par en sus vidas de soñadores irredentos.
El futbol soccer profesional en el mundo reduce las posibilidades de ser una figura nacional e internacional a unos cuantos. Y sí vale ponderar los ejemplos de cientos de jóvenes que salieron de la miseria a la que los arrumbó la pobreza, por ejemplo, en las favelas de Brasil o en los asoleados y secos campos de los páises de África. Sí, hay que soñar, porque si no, menos se nutre la ambición de alcanzar una cumbre. Pero hay que soñar con los pies en la tierra, especialmente si hablamos de un deporte de masas tan seductor que la FIFA se encarga de tenerlo en la mira de millones de niños y jóvenes para que nunca deje de ser económicamente rentable.
Por eso duele en el alma que los y las que yan han alcanzado a probar las mieles del dinero, la fama, la proyección de sus nombres en los medios masivos y han arrancado lágrimas de cronistas en un torneo como la Copa de Oro, desatiendan y hasta desprecien a las personas que esperan de ellos siquiera una sonrisa o un gesto de buena voluntad cuando se arremolinan a recibirlos en el aeropuerto, donde no es fácil conseguir un autógrafo y menos una fotografía o un abrazo de agradecimiento por la presencia de sus seguidores. Obviamente esa gente que los busca quizá no sabe el sacrificio que también entraña para el futbolista no estar cerca de la familia por largos períodos o cómo pesar el recuerdo de los abucheos cuando las cosas no salen bien.
Así es que, entre la siembra de valores humanos, bien harían los clubes en todo el mundo en dar clases de madurez e inteligencia emocional a sus futbolistas a fin de que logren superar su incomodidad y rechazo a este tipo de manifestaciones populares, y se hagan conscientes que es el precio que han de pagar por el logro de sus sueños de niños. Sí, puede causarles mayúsculo hartazgo perder su privacidad de ciudadanos comunes, pues el revestimiento de figura pública es imán de quienes los y las reconocen a su paso por la vida.
Ya verán esos engreídos que no toman en cuenta a sus “fans” lo que duele cuando lleguen a viejos y sus nombres y personas pasen de moda, lo que se siente que no los “pelen” en lugares públicos y su reconocimiento profesional caiga hecho añicos por el factor tiempo.