l “Los judíos” -dicen grupos cristianos antisemitas
l “Los romanos” -dicen los judíos, señalando a Pilatos
l “Todos, con nuestros pecados” -dice la Iglesia Católica
Estamos en el año 33 de nuestra era. Es de noche. Reina el silencio. La tibieza de la atmósfera de toda Jerusalén contrasta con el calor intenso que hace sudar, inclusive gotas de sangre, al protagonista de una de las historias más cruentas del planeta. El paisaje tétrico primaveral contrasta con el verdor de la temporada y la negrura del firmamento no refleja ningún destello, pues inclusive las estrellas se han negado a refulgir en la víspera de la crucifixión y muerte de Jesús de Nazaret.
Un país (Judea en el siglo uno, precursor de la nación israelita del siglo veintiuno) está a punto de irrumpir en el mayor escándalo de sangre en connivencia con el Imperio Romano, cuyo prefecto, Poncio Pilatos, es el representante calificado del César en una provincia plagada de feroces disputas religiosas las cuales desembocarán en la persecución de un galileo, hacedor de milagros y predicador revolucionario, cuya popularidad creciente lo lleva a ganarse el título de Mesías, nombre que para los judíos de entonces equivale a “Rey de los Judíos”.
Nos hallamos al pie del Monte de los Olivos, justamente en el Huerto de Getsemaní a donde Él ha llegado después de celebrar la Última Cena con sus discípulos a quienes ha dirigido un conmovedor discurso de despedida. Es Dios (y se hace llamar “Rey”, lo que enfurece a la élite del Templo de Jerusalén).
“Padre mío” -exclama en su soledad de hombre para que otros hombres comprendan lo desgarrador de su ánimo-. “Si es posible, aparta de mí este cáliz, mas no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Después de tratar de despertar a sus discípulos de un profundo sueño, regresa a culminar su ruego hasta que vuelve a los suyos para recriminarlos y darles un consejo muy sabio: “¿No han podido velar una hora conmigo? Estén despiertos y oren para que no caigan en la tentación, porque el espíritu es fuerte pero la carne es débil”.
Por tercera vez los deja solos y cuando retorna y los ve de nuevo en un plácido sueño, finalmente les advierte: “Ahora ya pueden dormir y descansar. Llegó la hora. El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores”.
Los evangelios sinópticos se llaman así precisamente por su coincidencia en el relato de los mismos pasajes; Mateo, Marcos y Lucas, pues, cuentan los mismos hechos y a menudo en el mismo orden. Como puede apreciarse en la llamada “Oración del Huerto de Getsemaní” con que da inicio la pasión de Cristo y se abre la interrogante histórica: ¿Quién lo mató? ¿Los judíos o los romanos?
Es de noche. Reina el silencio. Las sombras de Jesús y de sus discípulos apenas se dibujan en la escasa claridad del Monte de los Olivos, hasta que se rompe el silencio y se ilumina todo el escenario por las antorchas de una turba de hombres sedientos de sangre, dispuestos a cometer su famoso “crimen de odio” y que son guiados por el traidor Judas Iscariote.
¿Eran judíos, igual que Jesús quien también era judío? Mateo afirma en su Evangelio que eran “enviados por los jefes de los sacerdotes y por las autoridades judías” , y Marcos señala también a “los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los jefes judíos”, en tanto que otro autor de los evangelios sinópticos ratifica que el Nazareno habló “a los que habían venido a aprehenderlo, a los jefes de los sacerdotes, de la política del Templo y de los judíos”, diciéndole que tal vez estaban en busca de un ladrón “y por eso han venido a detenerme con espadas y palos”.
LOS JUDÍOS EN LA HISTORIA
DE LA CRUCIFIXIÓN
A lo largo del juicio contra Cristo, los judíos llevan la voz cantante para que sea crucificado, y al final de cuentas cargarán con la afrenta por un simple párrafo en el evangelio de Mateo: “Por lo tanto, cuando Pilatos vio que nada podía obtener pero que estaba por comenzar un motín, tomó agua y lavó sus manos delante de la multitud, diciendo: ‘Soy inocente de la sangre de este hombre virtuoso; pueden verlo por sí mismos’. Y todos respondieron: ‘¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!’”.
A partir de ahí el antisemitismo ha dado origen a hechos auténticamente deleznables en la historia de las religiones, pues si puede decirse que los judíos condenaron a Jesús, hay que subrayar que fueron solamente algunos judíos pues otros muchos lo vitorearon a su entrada triunfal en Jerusalén y otros muchos creyeron en su Palabra. Es decir, hay que aceptar que los radicales siempre tienen en todos los frentes, serios opositores como debió ocurrir en este suceso trascendental, si se toma en cuenta el pueblo de Judea en el primer siglo de nuestra era estaba dividido en varias sectas y facciones, lo que ocasionaba que a veces los llamados judíos actuaran unos contra otros de manera hostil.
Por otra parte, hay que considerar que Mateo, el único que señala que los judíos respondieron: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!”, era judío también y escribió su evangelio para otros judíos como él y contra sus adversarios judíos.
Los judíos denunciaron a los romanos a un Jesús hereje, sedicioso y promotor de una doctrina que no es la Ley Mosaica porque que creían era un peligro para los judíos, por atraer grandes multitudes con sus sermones apocalípticos, por lo cual concluyeron: “Si dejamos que continúe, todos creerán en Él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro sitio sagrado y nuestra nación. Pero uno de ellos, Caifás, que era un sumo sacerdote en ese año, les dijo: Ustedes no saben nada; no comprenden que es oportuno que muera un solo hombre por el pueblo y no que perezca toda la nación”, de acuerdo con el evangelio de Juan.
El temor de que Jesús encabezara un movimiento subversivo en una época de enorme inquietud en Jerusalén, hizo que las autoridades religiosas buscaran deshacerse de Él durante la pascua judía, antes de que la multitud de peregrinos se alborotaran más provocando la ira de Poncio Pilatos.
LOS ROMANOS EN EL JUICIO
DE LA HISTORIA
Pilatos en cierta medida fue chantajeado por la élite judía al asegurarle los sacerdotes que Jesús atentaba contra el César, sin que fuera ésa la intención de la doctrina de Nazareno, de modo que al no poder eludir su responsabilidad ni siquiera enviando al acusado con Herodes, finalmente cedió a la presión al recibirlo de regreso en el pretorio “vestido con una ropa vistosa” haciéndolo objeto de burlas de la soldadesca. Y a él le debe la sentencia que no quiso evitar.
Hay testimonios de que el procurador no poseía ni un ápice de sensatez o sensibilidad humanas, pues era tremendo en sus castigos y un sanguinario, de suerte que difícilmente podía “doblarse” políticamente ante los gritos de “¡Crucifícalo, crucifícalo!” de un pueblo al que solía tratar con suma dureza.
Históricamente Pilatos ha sido señalado con pruebas de la forma como llegó a Judea apropiándose de los fondos del Templo para construir un acueducto, lo que encendió los ánimos de quienes lo enfrentaron con protestas que de inmediato fueron sofocadas con violencia. Y no queda duda también de que, cinco años después de la ejecución de Cristo, utilizó la caballería para disolver reuniones en torno a un profeta de Samaria y se le pasó la mano al matar a tanta gente que fue convocado a Roma para dar explicaciones del caso.
El prefecto romano en ese tiempo era el jefe político de Caifás e incluso decidía cuando los sacerdotes judíos podían celebrar o no ritos religiosos. Y dos citas históricas, ajenas a los relatos de la Biblia, llevan a la conclusión de que Jesús fue ejecutado por Roma, la única que tenía en esa época el poder para crucificar por el crimen de sedición y no de blasfemia; es decir, un crimen civil y no religioso. Esos testimonios vienen de dos grandes de la investigación de entonces: Flavio Josefo y Tácito.
Todavía más: el Credo de los Apóstoles, que es la profesión de fe de la Iglesia Católica es enfático en la frase que subraya que “Jesús fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilatos”, y aunque luego se cambió a “fue crucificado en tiempos de Poncio Pilatos”, nos lleva a puntualizar el papel de los romanos en este suceso histórico y no solamente a hacer ver a los judíos como los únicos malos de este “crimen de odio”.
LA IGLESIA REMITE
A LOS PECADOS
Al paso de los años, la Iglesia se inspiró en la primera carta de Pablo a los Corintios (15, 1-11) en que sostiene “que Cristo murió por nuestros pecados, como dicen las Escrituras” para acabar con la polémica pregunta de quién mató a Cristo y durante el Concilio de Trento, en el siglo 16, estableció como principio teológico que todos los hombres comparten igual responsabilidad por la Pasión y Muerte de Jesús y que los cristianos cargan con una culpa particular.
“En esta culpa se cuentan todos los que caen frecuentemente en el pecado. Esta culpa parece más grande en nosotros que en los judíos porque, de haberlo sabido, jamás habrían crucificado al Señor mientras que nosotros, profesando conocerlo y aun así, negándole en nuestros actos, somos capaces de poner violentas manos en Él”, ratifica el documento oficial.
La culpa colectiva de la humanidad, sin embargo, no ha sido suficiente para dejar de señalar al pueblo hebreo de entonces en tan atroz ejecución, y de cuando en cuando se recrudece lo que se ha dado en llamar “antisemitismo”, si bien es cierto lo correcto es “antijudaísmo” porque hay otras regiones semitas.
Lo real es que si estuviéramos frente a Cristo y lo abordáramos con la inquietante pregunta sobre los autores de su muerte humana, su respuesta lúcida seguramente sería: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único a cumplir el plan trazado de la redención de los hombres”. Así tenía que ser el camino de la salvación y así fue. Sin Crucifixión no hubiera habido Resurrección.
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