Ramón Rodríguez Reyna murió el sábado 25 pasado por la mañana en su casa de Miami, Florida. Hasta sus últimas horas, librando una batalla contra el cáncer, estuvo atento a su trabajo como corresponsal de la agencia Notimex en Estados Unidos que desempeñaba desde hace casi 20 años.
A los 47 años Ramón dejó de existir en su casa. Y junto a él estaba su esposa Mary y su madre Socorro.
A su velorio acudieron un centenar de personas, entre periodistas locales, corresponsales extranjeros y diplomáticos. Otros amigos esperamos sus cenizas cuando lleguen a Monterrey, para despedirlo como se merece.
Ramón fue el primer periodista con mayor duración como corresponsal extranjero que ha tenido Monterrey, comenzando en 1990 en McAllen y luego en San Antonio, Texas; luego en Washington, D.C. y los últimos siete años en Miami.
Durante su estancia en Texas se especializó en el tema de los mexicanos condenados en muerte, a quienes entrevistó innumerables veces antes de su ejecución. Una experiencia que pocos periodistas han sumado a su trayectoria.
Las horas posteriores a su muerte sus amigos hemos compartido experiencias vividas a su lado a través de correos electrónicos. Uno de ellos lo escribió Silvia Lidia González, desde Tokio, Japón, que me permito publicar en este espacio.
Descanse en paz Ramón.
Dichosos los que hemos compartido el milagro de vernos en un “gran hermano”, real, siempre presente.
Parece que siempre estuvo ahí, antes de nosotros, durante mucho tiempo, y acaso por encima de cualquier tiempo. Como buen profesor, llegó antes que nosotros al salón del periodismo. Compartió las mismas lecciones. Y nos ha visto entrar y salir del periodismo, con nuestras cotidianas flaquezas, y orgullos, en jornadas más o menos desordenadas, caóticas, alegres, duras, bohemias, serias y siempre intensas.
Cuando parece que ya no estamos, que todos hemos pasado, que salimos de la escena, él se ha encargado de decirnos que todavía somos parte de su vida, y nos revive a todos. Nos reúne como ese mago que, de la nada, aparece con una sonrisa pueril una larga cadena de ilusiones de todos colores. Ahí vamos todos, ligados, en cada una de sus conversaciones, que suelen ser interminables, desafiantes a cualquier tiempo.
El gran hermano nunca nos ha expulsado de su vida ni de su casa. Cuando parece que hemos desaparecido, se encarga de renovar nuestra presencia con preguntas que revolotean en su espacio, como las mariposas amarillas que un día le regaló el afamado escritor al que sólo él pudo entrevistar (je je, merodeando por los baños, mientras todos lo esperaban en el gran salón de homenajes).
Las preguntas aletean de un lado a otro, de un amigo a otro, en el tono más sencillo y franco: ¿cómo está “la raza”?, con ese matiz despectivo y cariñoso, que termina por incluirlo: “la racilla”, todo lo que hemos sido los amigos dispersos que compartimos en ese diminutivo la gran distinción de quien nos invoca. Somos más que sus amigos, sus hermanos –como dice Mary, su inseparable compañera y ángel–, somos su “racilla”.
El gran hermano tiene todas las preguntas y hacia él vuelan todas las respuestas. Sabe más de cada uno de nosotros y, al final, de todos. Nos vigila de la manera más fraterna, nos espía con ojo responsable y nos reúne siempre en los espacios virtuales, en los viajes soñados, en las fiestas espontáneas, o en la simple y significativa cotidianeidad de su casa. Su espacio más íntimo ha sido siempre un santuario para la amistad, para el reino de la fraternidad.
El caudal de colores que se desborda de las vajillas de talavera poblana, del peltre regio, del barro negro de Oaxaca, de los alebrijes chiapanecos, de las corbatas autóctonas que algún político llamó “violentas”, se cruzan con abanicos orientales, afiches suecos y paisajes de la estepa del noreste mexicano. Algún espacio queda como constancia de que el periodismo ha sido la religión en este hogar. Las sonrisas, a veces frescas, dulces, comprometidas o forzadas de galanes pasados por la cirugía, políticos impopulares, o chicas sexys, se disputan el área con algunas evidencias de que el gran hermano ha sido también testigo de momentos históricos: encuentros presidenciales, diplomáticos, artísticos, religiosos. Alguna vez ciertos “recuerdos” fueron inmolados ante los dioses de este santuario: los amigos, como aquellos que en horas de la madrugada, tras repetida dosis de cerveza, dominó y música de los años 70, terminaban “fumándose” los adornos de la casa: ¿dónde quedaron los tabacos celosamente traídos de Cuba?
Pero el escenario central de esta casa, está construido, como en los altares divinos, con piezas del tesoro que lo convierte en el hombre más rico de este mundo: las imágenes de las bodas de los amigos, las sonrisas desdentadas de los sobrinos, los viajes maratónicos de los aventureros, las fiestas, las desveladas, los abrazos, el rostro de otro y otro y otro amigo… todo pende de cintas coloridas que ostentan en cada rincón un collage con fragmentos de vida.
El gran hermano ha mezclado siempre los vicios con los remedios, el caos con las salidas gallardas, la oscuridad con la luz: para las intensas borracheras, nada como un yuki de limón con chile; para los empíricos, un encuentro con los académicos; para los amigos locos, un momento con los cuerdos; para el frío y los despechos, un champurrado en cualquier mercado popular; para los deprimidos, una danza para volar, como Zorba el Griego; para los enamorados, una serenata en desafinada complicidad; para los ignorantes, una memoria enciclopédica; para los perdidos, un atlas vivo de Geografía; para las enemistades, las separaciones, las distancias, las desilusiones, las incomprensiones, las diferencias, las indolencias y todos los males que esta “racillla” le ha “arrumbado”, el remedio eterno: su amistad, su sincera, pertinente, insistente y terca amistad, que se ha empeñado en tejer lazos familiares.
Dichosos los que hemos tenido un gran hermano real, real, real, con las repetidas erres de su nombre, al que le debemos orgullosamente tantas buenas líneas, convertidas en pequeñas maravillas cotidianas del periodismo, y de la vida. Dichosos los que somos de esta raza, “la racilla”, y hemos tenido el privilegio de permanecer siempre bajo la más noble mirada del gran hermano.
Dichosos los que, desde nuestras notables diferencias y distancias, hemos creído en el milagro de la amistad. Claro, tiene que haber momentos increíbles y seres irrepetibles que nos cambian la vida y nos alimentan la fe… ¿Acaso no has sido tú mismo un milagro, el amigo de los actos increíbles, el ser irrepetible? Bendita tu presencia en nuestra vida. Dichosos los que hemos tenido como amigo y gran hermano a Ramón Rodríguez Reyna.
Con el cariño de Gregory, también tu amigo, y con todo el corazón,
Silvia Lidia
hhjimenez63@hotmail.com
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