La traición, aunque condenada por la moral y la ética, ha sido una herramienta de poder, un recurso de los astutos y una vía de escape de los oprimidos. Desde la política hasta las relaciones personales, el traidor no siempre actúa desde la maldad, sino desde una lógica de supervivencia, ambición o transformación.
Según los escritores clásicos hay lo que se conoce como las estrategias del traidor, una de ellas es la traición gradual (La Rana Hervida), se da cuando en lugar de romper abruptamente con su lealtad, el traidor desgasta lentamente la relación con la víctima, volviéndose cada vez menos confiable hasta que la traición parece “inevitable”.
Cuando un asesor político filtra información poco a poco hasta que su lealtad ya no
es necesaria para el líder. Estrategia: Infiltrarse en confianza y generar dependencia. Erosionarla con actos sutiles de deslealtad. Cuando la víctima se dé cuenta, ya será demasiado tarde. Todo esto puede ser sembrado y manipulado por un actor invisible.
Otro tipo de traición es el Cambio de Bando Justificado (El Camaleón), en este caso el traidor argumenta que su lealtad original era errónea y que ha encontrado una causa más noble o beneficiosa.
Cuando un político que abandona su partido y lo ataca diciendo que descubrió su corrupción. Estrategia: Construir una narrativa de “me abrieron los ojos”. Exagerar los defectos del bando original y presentarse como víctima o héroe moral.
Las justificaciones del traidor son variadas, el traidor argumenta que las lealtades cambian porque el mundo cambia, no es traición, es evolución, Nietzsche decía: “Quien no cambia, se estanca y muere.”
Una justificante más es “Yo fui traicionado primero”. El traidor se presenta como la verdadera víctima. La justificante más cínica dice que “Es una necesidad, no una elección”, se justifica como una cuestión de supervivencia o pragmatismo y todavía más cínica es cuando afirma que “La moral es un invento de los débiles”, ratificada por Gonzalo N. Santos con su emblemática frase: “La moral solo es un árbol que da moras”.
La traición es una herramienta poderosa que ha cambiado la historia, derrocado reyes y transformado sociedades. No siempre es un acto de villanía, sino un movimiento estratégico, una respuesta a circunstancias adversas o simplemente una manera de sobrevivir en un mundo sin lealtades eternas.
Estimado lector, en alguna ocasión filosofando con mi hermano Guillermo la definimos como un laberinto de sombras y reflejos. En nuestro corto entendimiento asumimos que la traición es un espejo roto donde se reflejan la confianza y el engaño, un abismo en el que la lealtad se desmorona en pedazos afilados. Y no eran definiciones solo de nosotros pues desde la antigüedad, filósofos y pensadores han intentado descifrar su esencia, hoy las traiciones que veo en todas partes me llevan a preguntarme si más bien es un acto de maldad pura o simplemente una consecuencia de la ubicua naturaleza humana.
Sesudo lector, en frío diré que la culpa es de quien da la confianza, sin perder de vista que esa misma confianza es el tejido que sostiene la sociedad. Sin ella, no existirían los pactos en los partidos políticos, en los gobiernos, en las amistades ni el amor. Pero oh sorpresa, en su fragilidad reside su tragedia: confiar es darle al otro el poder de destruirnos, como últimamente lo vemos inherentemente en el mundo de la política.
Sócrates nos enseñó que la traición no proviene de los enemigos, sino de aquellos en quienes depositamos nuestra fe. El mayor golpe no viene del exterior, sino del corazón mismo de nuestra seguridad. Como en la historia de Luis Echeverria y López Portillo, el último susurro del traicionado no es un grito de dolor, sino una pregunta: “¿Tú también Luis?”.
Maquiavelo diría que la traición no es más que un mecanismo del poder. En un mundo partidista donde la supervivencia se impone sobre la ética, el engaño puede ser una herramienta legítima. No es el traidor quien falla, sino el traicionado, por haber sido ingenuo. Desde esta perspectiva, la traición no es un pecado, sino una estrategia.
Dostoievski nos advierte que algunas veces el mayor castigo del traidor no es el castigo externo, sino el eco incesante de su culpa. Judas Iscariote vendió a Cristo por treinta monedas, pero su mayor condena no vino de los apóstoles, sino de sí mismo, colgándose de un árbol bajo el peso insoportable de su propia traición.
Sin embargo, Sartre nos confronta con otra pregunta: ¿y si el traidor no siente culpa? Si el mundo es absurdo y la moral es una construcción humana, ¿por qué la traición habría de ser condenable? Para el traidor que no se arrepiente, el acto de traicionar es solo una decisión más, un juego donde la lealtad es una ilusión transitoria.
Detrás de la salida de los regidores de MC, está la lucha por ser la segunda fuerza en el Estado entre el partido cítrico y el de la clorofila y eso lo entiende muy bien cualquier químico.
Querido y dilecto lector, la traición puede ir maquillada de honorabilidad, para ello es indispensable adoptar una actitud de hipocresía llena de prudencia, se contenta con preparativos teatrales, renuncias fulminantes e irrevocables; ebrios de poder y poco dignos de la confianza que se les otorgó, así, la historia nos deja en una paradoja inquietante: todos hemos sido traicionados… pero también, en algún momento, todos hemos sido traidores.
El tiempo hablará.