Por eso, a pesar de mi modesta condición socio-económica, por ser un niño huérfano de padre desde los 5 años, he sentido la motivación de los viajes (cercanos o lejanos) sin importarme que me dijeran que estaba loquito. Y por eso todavía no dejo de animar a quien me rodea, para que se lance a viajar.
Porque los viajes permiten contrastar culturas y gozar paisajes para apreciar más tu terruño e idiosincrasia. Viajar te deja, primero, sin palabras. Luego te da historias que compartes con los demás. De hecho se sabe que viajamos no para escaparnos de la vida, sino para que la vida no se nos escape. Y un viejo aforismo recalca la necesidad de que viajes tanto, hasta encontrarte contigo mismo. Así es que aprovecho para insistirles a mis buenos amigos en FB que viajen aunque sea en sueños. Eso le da sana vida a los años.
Como dice la periodista Vilma Fuentes –a quien no pude saludar personalmente en París por estar hospitalizada–, viajar no es sólo salir del lugar donde se vive de manera permanente, trátese de su casa, su ciudad, su país.
Hay quien cree no mentir cuando afirma que nunca ha viajado, porque no ha salido al menos una vez de su aldea o no ha cruzado jamás las fronteras de su territorio, grande o pequeño, simple barrio, extensa comarca. Se viaja en el espacio, yendo de un lugar a otro, se viaja también sin moverse de lugar. Se viaja en la realidad y en sueños. Y se sueña despierto o dormido. Se viaja y se permanece una corta o larga temporada fuera de casa. Se viaja con y sin itinerario. Se viaja y se regresa. Porque también puede alguien irse de viaje y nunca volver. El asombro nos asalta cuando el viaje comienza al volver y no se reconoce el lugar que se creyó dejar sólo por unos días y se ha dejado para siempre.
Al muy curioso hombre, el escritor Valéry Larbaud, amigo de Alfonso Reyes, le bastaba cambiar de barrio en París, ir de un hotel a otro, para darse el sentimiento de viajar. Joseph Conrad atraviesa los océanos y, como su personaje de Tifón, sabe que ha llegado a la mitad del camino, mezzo del cammin di nostra vita, cuando entra en el ojo del ciclón. Guiado por Virgilio, Dante comienza su viaje cuando ve un letrero que señala el umbral del territorio donde termina la esperanza. Juan Preciado viaja al infierno de Comala, ahí donde los muertos vuelven del inframundo por una cobija, para buscar a su padre y cobrarle lo que les debe a él y a su madre. Proust emprende su larguísimo viaje en busca del tiempo perdido sin salir del cuarto que le sirve de recámara. El viaje de Ulises durará 20 años: 10 del sitio y la guerra de Troya para rescatar a Helena, y 10 del periplo de regreso, el cual comprende siete años de cautividad por la diosa Calypso y tres de navegación. Cuando Ulises vuelve por fin a su reino de Ítaca, su patria, nadie lo reconoce con excepción de su perro Argus, primer perro de la literatura. El viaje de Ulises es narrado en la Odisea, uno de los dos Cantos iniciales de la literatura en Occidente.
Viaje iniciático o de turismo. Real o imaginario. En el tiempo, en el espacio o en ambos. Ida y vuelta. Sin retorno. Dormido o despierto. Durante unos segundos, una noche, a lo largo de toda la vida –nuestro pedazo de eternidad. Soñado en una sola ocasión, repetitivo, ininterrumpido. Olvidado y sin dejar más que la sensación de su desvanecimiento. Recuerdo obsesionante, perturbador durante el resto del día. Fugaz o duradero. Diferente. Recordado de pronto, sin aviso, sorpresivo, a la vuelta de una esquina años después. El sueño es un viaje, dice Jacques Bellefroid en Voyage de noces.
El sueño es una segunda vida, escribe Gérard de Nerval en Les filles du feu, libro dedicado a Alejandro Dumas. Y Pedro Calderón de la Barca nos dice: toda la vida es sueño, y los sueños sueños son.
Al sueño sigue el despertar, ahí donde a veces uno se pregunta si no se trata de un segundo sueño. ¿Qué es lo real? Es la sola interrogación que surge de la vacilación que sentimos en esos momentos donde se confunden la realidad y los sueños, la ida y vuelta de un viaje que no acaba.
Podemos creer que no nos movemos porque parece pasar siempre lo mismo y creemos reconocer lo desconocido cuando no reconocemos lo conocido.
Hace casi dos meses, cuando llegué al hospital en París, no podía saber que emprendía uno de mis más lejanos viajes. Debo haber llegado, sin saberlo, a las puertas por donde se sale definitivamente. Viví una segunda vida, durante los días y noches de hospitalización, en un lugar donde se hablaba otra lengua, donde reinan el temor y la obediencia, en la parte baja del sistema hospitalario, la del paciente amenazado por la enfermedad y la muerte, obligado al encierro, los horarios…
Ayer, al volver a casa, me percaté de que volvía de un viaje tan lejano que todo me parecía casi desconocido. Sonreí al pensar que se me daba la oportunidad de volver a descubrir lo ya conocido con la mirada del asombro.
A mí, por mi parte, Dios y la vida me han dado la dicha de provocar en mis nietos la aventura de desplegar sus alas y aprender de lo que han vivido en los paseos que han dado a mi lado, un viejito pata de perro. Porque no quiero que dejen de soñar y cumplan sus metas por sí mismos cuando sientan el reto de ser lo que desean ser y valerse de lo que tengan a la mano en la construcción de su futuro, siempre con el recuerdo de sus primeros viajes, sin mucho dinero de por medio, y que jamás olvidarán.
Mientras tanto, yo también no apagaré el deseo de seguir viajando –es decir, soñando-, hasta que un día despierte viendo abiertas las puertas del Cielo, que es el mejor destino al que podamos llegar algún día.